En agosto de 1996, hace ya más de doce (12) años, parece ayer, pareció ayer, en agosto del 96, dije, una familia formada por:
- mi padre,
- mi madre,
- mi hermana, y
- yo
es decir, una familia de cuatro miembros, cargaba con unos quince bultos, entre maletas y bolsas (quizá exagero, quizá no; en el recuerdo todo se suele exagerar) por todo el aeropuerto JFK de Nueva York, buscando la mesa de facturación.
Unos quince bultos entre cuatro miembros de cualquier familia significa que cada uno de ellos lleva, al menos, tres bultos, teniendo que llevar, por fuerza, por ley, por matemáticas, alguno de ellos, más de tres bultos.
Así que en imagen aparecen cuatro miembros de una familia, que en este caso es la mía, cargando con unos quince bultos entre todos.
Podría decirse que huyen con todo lo que han podido encontrar. Podría decirse.
La cuestión es que se van del país en el que han estado casi un mes de vacaciones, con esa sensación agridulce del que se sabe consciente que está acabando algo que no volverá a pasar nunca más.
Al menos no igual.
Pues apretaban ellos los dientes y resoplaban mientras veían pasar a gente que arrastraba maletas pero dentro de un carro, éstas sonrientes, incluso se permitían el lujo de bromear con sus parejas, hijos, familiares, éstas no resoplaban ni apretaban los dientes.
Ante tal visión de felicidad suprema, quizá a mi hermana, quizá a mi madre, quizá a mí, se nos ocurrió decir, proponer, exhalar: ¿por qué no cogemos un carro?, a lo que mi padre, entre jadeo y jadeo, dijo: venga, que podemos.
Como diciendo: no hace falta, entre todos podremos, entre nosotros cuatro podemos cargar con estas quince maletas y bolsas.
Como diciendo: no es para tanto.
Como diciendo: lo vamos a conseguir, si hemos podido dar diez pasos, vamos a poder llegar a la mesa de facturación.
Como diciendo, al fin y al cabo: confío en nosotros.
Por allí sentado, un joven afro americano, profesor de derecho constitucional, esperaba su vuelo a Honolulu para visitar a su abuela. Iba apuntando en su diario todo lo que había hecho aquel día de agosto cuando por delante suyo pasó una familia formada por:
- mi padre,
- mi madre,
- mi hermana, y
- yo.
Cargaban bolsas y maletas, resoplaban y apretaban los dientes y se colocaban bien las camisetas. El joven afro americano dejó de escribir y observó la escena. Al momento pudo escuchar: venga, que podemos. Fue el padre de la familia quien pronunció esas palabras. Y fueron esas palabras las que envalentonaron al resto de la familia, que cogió con fuerza las maletas y bolsas, y desapareció por un largo pasillo del JFK.
Inmediatamente, el joven afro americano apuntó como pudo esas palabras latinas en su diario para, más tarde, buscar el significado.
Una vez en casa de su abuela, el joven afro americano cogió el diccionario inglés-español y tradujo las palabras en algo así como: yes, we can.
Unos años más tarde y ya en su Chicago natal, el joven afro americano sacó de un cajón el diario de aquel año, de aquel 1996, y lo releyó.
Encontró aquellas palabras de las que ya no se acordaba, aquel grito de guerra de aquel padre de familia, aquel lema.
Yes, we can.
Antes de ayer, el 4 de noviembre, Obama, aquel joven afro americano del 96, ganó las elecciones con un lema que, involuntariamente, le prestó mi padre.
Y yo me alegro por los dos.