viernes, septiembre 27, 2013
dolor latente
Estos últimos días he estado viendo en Youtube programas de Ilustres ignorantes, un espacio (nótese ¨espacio¨ para no repetir ¨programa¨) de humor que te recomendaría si no estuvieras tan así como estás tú. A mí me entretiene pero vete a saber a ti. A mí el Colubi y el Cansado me transmiten cosas buenas, una especie de paz interior tan absurda como inexplicable, si es que absurdo no supone ya inexplicable. Lo que pasa, la ca pasa, es que el programa lo echan, lo dan, lo emiten por el Plus, pronunciado [pli], y Plus significa Youtube.
La cuestión es que no quería hablarte de este programa sino de algo que he pensado mientras lo veía.
Para presentar el tema del que tratará el programa y alrededor del cual los tertulianos charlarán alegremente (digo tertulianos para abreviar, aunque con este paréntesis explicativo esté alargando más y, por tanto, entorpeciendo mucho el ritmo del texto, que hasta ahora era frenético, ágil, suave, vivo, bebop) durante poco más de media hora, se elige, el programa, el director del programa, no sé, alguien elige una escena de una película que represente o que hable del tema a tratar.
De todos los programas que he visto también había visto la película. La cosa a tratar aquí en esta entrada es que de algunas, de muchas, de casi todas las escenas, ni me acordaba. Y no sólo de la escena, sino de la película entera. Sabía haberla visto, pero no recordaba nada. Sabía que me había gustado o no, pero no recordaba nada más.
Es decir, una puta mierda.
Con esto a dónde quiero llegar no lo sé.
Para qué sirve haber visto una película si no la recuerdo. Para qué fui a ver Happiness, de Todd Solondz, solo, al puto Verdi, ¿fui solo?, ni de eso me acuerdo, para qué fui a verla si ahora mismo no sabría decirte nada de ella excepto lo del malrollismo, los losers, el feísmo, esos brazos caídos de la vida. Me gustaría acordarme de todos los diálogos de todas las películas que he visto. Y eso es la mayor estupidez que he escrito en este blog. O no, espera.
Escuché en una entrevista a Albert Serra, un chiflado que hace pelis (así, resumido), que de lo único, o de las pocas cosas, que se acordaba de La delgada línea roja era de la hierba, tallos de hierba.
Para qué sirve una película.
Es algo que se te queda dentro, una bacteria, que te infecta aunque luego no recuerdes nada.
Pregunto.
He visto películas que no he visto. Pregunto.
Tengo el cofre de Tarkovsky esperándome. Pero a lo mejor ya las he visto. Espero que no. Me costó sesenta euros.
Quizá las películas son sólo deleites fugaces, alegrías visuales, un chocolate negro pegado a nuestro paladar mientras se deshace y se mezcla con la saliva y luego a nuestro estómago y más tarde el azúcar a nuestra sangre y entonces allí siempre con nosotros, en nosotros.
Todo esto viene porque, en las intros de Ilustres ignorantes, me dio rabia descubrir, y no redescubrir, escenas de películas que me habían gustado. Y quizá no fue como verlas por primera vez, quizá hubo algún resorte que se activó dentro de mí. Me importa muy poco. Déjate de resortes.
Quiero creer que todas las películas que he visto me han formado como persona, educando mis gustos, creando un espíritu crítico (vaya, eh, creando un espíritu crítico, dónde hemos ido a parar), incluso aleccionándome para la vida.
Quiero creer que todas las películas que he visto,
los libros que he leído,
las canciones que he escuchado,
viven en algún lugar
dentro de mí,
concentrándose
cada vez más
en un punto concreto,
como un dolor latente,
siempre a punto de estallar.
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