No paro de mirar este vídeo. Esta tarde le di al play unas cien veces seguidas, no me preguntes por qué. Estoy a punto de que el FBI empiece a controlarme y le hablen de mí a Paul Rudd, le comenten lo de los visionados de esta tarde, simplemente queríamos que lo supieras, hijo, ándate con cuidado, le dirían.
Lo fácil que es entretenerme. Con un playback. ¡Batalla de playbacks!
Sobre todo miro la primera canción, la de Tina Turner.
Ese Should I? me noquea.
No paro de mirar este vídeo y muchos otros del programa de Jimmy Fallon, the Man, el mayor talento televisivo ahora mismo sobre la faz de la Tierra. Y es que si allí tienen a Jimmy Fallon, aquí tenemos a Pablo Motos, que es un quiero y no puedo de todo lo que ve en Youtube. Es como cuando imitábamos en el patio el regate de cola de vaca que le hizo Romario a Alkorta en aquel 5-0. Un quiero y no puedo. Pero nosotros, felices. Pues Pablo Motos igual. Él a lo suyo.
También miro de vez en cuando este otro, que es parte de la ceremonia de inauguración de los Emmys del 2010. Lo veo y pienso: tampoco parece tan difícil, por qué no se podría hacer, se hace, algo así en este bendito país. Qué falla, qué nos falla, pregunto: la música, los actores, presentadores, los cámaras, pregunto, eh, qué tienen ellos, humanos como nosotros, cuál es la fórmula, la ecuación. Y después de mucho pensar, bueno, tampoco tanto, despejo la x y la y.
x = talento.
y = dinero.
Podría seguir con vídeos de Jimmy Fallon toda la noche.
Este (no me dejan pegarlo en el blog [el autor que se excusa como si al lector le importara]) me gusta mucho también: una versión del Sexy and I know it cantado por su (brutal) imitación de Neil Young y la aparición estelar de Bruce Springsteen.
Aquí Pablo Motos imitaría a Alejandro Sanz cantando Corazón partío y al final saldría Miguel Ríos.
En fin.
viernes, febrero 28, 2014
should I?
domingo, febrero 16, 2014
ni por supuesto a Montaigne
Siempre que me rasco el sobaco pienso en Bukowski, en quién otra persona podría pensar. Y esta ensoñación me lleva, a su vez, a aquella tarde de mayo de dos mil seis en la que me acusaron de robar este libro. No te lo he contado. Pregunto. Quizá a ti sí, pero a lo mejor a ti no. La cosa va de que un día salí a pasear por Gavà, ciudad donde vivía por aquel entonces, con el Cultura/s y el libro de Bukowski bajo el brazo. Era miércoles. Estaba de excedencia. Me pedí una excedencia de un año en Fnac, donde estuve trabajando seis. El corrector me cambia excedencia por excelencia. Luego no volví, pero eso es lo de menos. Salí a pasear con la idea de llegar a un gran parque que hay cerca de casa, el Parc del mil·leni, una mezcla de parque y bosque bien cuidado, algo tan extravagante e impropio del Baix Llobregat que quizá sea ahí donde radique su magnetismo. Siempre que paso por ahí, camino de casa de mis padres, pienso en cuánto tardará alguien en prenderle fuego al bosque, cuándo empezarán a cortar los árboles para quemar la leña en barbacoas los domingos, cuándo, en definitiva, a alguien le dará por destruir lo único que vale la pena de esa ciudad. Por el camino entré en una (¿la única?) librería-papelería en la que nunca antes había entrado y en la que nunca jamás entraré, a no ser que algún día venga Bukowski a firmar libros. O Salinger. La culpa fue mía, parece el título de un disco de Luis Miguel, la culpa fue mía por entrar sin decirle al dueño de la tienda que llevaba conmigo mismo mío yo un libro bajo mi mismo brazo, el derecho, el izquierdo, qué sé yo. La culpa fue mía, sí, porque me di una vuelta por la librería buscando el Ensayos I de Montaigne, por qué me acuerdo de que era este no lo sé, a las cinco de la tarde, la persiana recién levantada, y toda persona que se pasea por una librería parece que es sospechosa, sobre todo en Gavà, donde lo normal es andar pintando símbolos fascistas por las paredes, entonces nadie me habría dicho nada, uno: déjalo, sólo está pintando una esvástica, el otro: ah, pensaba. Pasearse por una librería está penado en Gavà y en prácticamente todo el Baix Llobregat. Peor aún si llevas barba. Por eso la culpa fue mía, con el diario y el librito bajo el brazo, sin pensar ni siquiera en que el dueño me estaba siguiendo con la mirada, sin ver por supuesto en ningún momento cómo yo cogía ese libro de sus estanterías de mierda, pero siempre sospechando de mí, porque estaba paseando por su librería con un libro bajo el brazo, me tendré que quitar la ropa cada vez que entre en el puto Corte Inglés porque a lo mejor sospechan que me la acabo de poner allí, en ese ángulo fuera de cámara, los zapatos en la tercera planta, la chaqueta en la quinta, y así hasta salir vestido de pies a cabeza, es a eso a lo que jugaba este dueño de librería, y al no encontrar el libro de Montaigne, que días más tarde me compraría en Taifa, Verdi 12, me dispuse a abandonar el habitáculo en el que nunca antes había entrado, y fue entonces, al pisar la acera, cuando el guardián de la librería me puso la mano en el hombro y me invitó a entrar de nuevo en su guarida y comprobar que el librito que llevaba bajo el brazo no pertenecía a su tienda, esa tienda en la que no había encontrado ni a Montaigne ni a Carver ni a Vila-Matas por supuesto no iba a tener esta pequeña joya que yo llevaba bajo el brazo, derecho, izquierdo, qué sé yo, y así entré yo de nuevo a la estancia, dispuesto a colaborar con la justicia mientras el dueño comprobaba en el ordenador el título del libro y me decía Según el ordenador, hay una copia, y se dirigía, ya culpándome de robo a cada paso, cada pisada una acusación, hacia la estantería donde supuestamente tendría que estar el librito.
Pero no estaba.
Y ahí él y yo, cara a cara, la fotografía del esperpento, cómo convencer a alguien ya ofuscado desde el primer momento en que te vio en su librería, quizá ofuscado desde el primer momento en el que vio la luz, cómo hacerle entender a un hombre que regenta una librería en la que no encuentras a Carver ni a Vila-Matas ni por supuesto a Montaigne que aquel librito que llevas bajo el brazo y que compraste en La Central es tuyo, porque lo pagaste en aquella librería, y recuerdas el día y el tiempo que hacía cuando lo compraste, qué le tengo que explicar a este hombre, que ni siquiera me ha visto tocar un libro de sus estanterías de mierda, huérfanas de al menos tres grandes nombres, cómo empezamos el debate si él ya casi marca el teléfono de la policía en cuanto me ve entrar, esa barba podría causarme problemas, piensa, tendré el teléfono a mano por lo que pueda pasar, y entonces me pregunta que por qué no le he puesto el nombre, y pienso también que sería buena idea poner una cinta con mi nombre en el cuello a cada camiseta y cada chaqueta, marcar también los pantalones y calcetines, ser, de nuevo, un compañero de clase de mi hijo de dos años, podría haber puesto en la primera página del libro: Diego Cruz -5º EGB- 86/87, y así aquel hombre se hubiera quedado tranquilo, me dijo también que llamase a alguien que supiera que yo tenía ese libro (sic), propuesta que me confirmó lo que ya sospechaba desde el primer momento: era idiota. Si a veces ni yo mismo te podría asegurar si tengo este o aquel libro, a quién quieres que llame para que te confirme que este es mío. Llamé a mi madre, que era imposible que lo supiese, pero al menos pensé que sería una buena forma de demostrarle al dueño de la tienda que no estaba solo, que había nacido de una mujer, que no era un forastero llegado de un lugar lejano y que, vagabundeando, había decidido robar en su librería de mierda. Los minutos pasaban; la vergüenza ajena que estábamos provocando a los dos clientes que iban a pagar algún lápiz o alguna mierda, no. Acabo de utilizar un punto y coma por primera vez en este blog. Luego miro a ver si me corresponde algún premio. Algo cae seguro. La cuestión es que el mismo hombre que me había acusado de robar un libro de su librería de mierda decidió que ya era hora de dejarme en paz, que estamos perdiendo el tiempo (sic), te tendré que creer (sick!), así fue como lo dijo el hombre sin alma y sin criterio, y así fue como di media vuelta y volví a salir, ahora ya de cuerpo entero, el sol en mi cara, a la calle, donde ahora todo el mundo con el que me cruzaba parecía acusarme de algo, en sus miradas compasión y desdén a partes iguales, incluso sabiendo que todas las personas con las que me cruzaba no podían haber presenciado la escena de la librería de mierda, de alguna manera yo creí entender que aquello había trascendido a todo el pueblo a través de un streaming raro emitido por las cámaras de seguridad de la tienda pero, a la vez, si aquella librería hubiese tenido cámaras de seguridad, por qué aquella escena, para qué todo aquel sufrimiento. Continué caminando hacia el parque objetivo inicial de mi paseo, pero me di media vuelta en la primera esquina que encontré, esperé y caminé más de la cuenta y llegué a aquella esquina cruzando por un paso de peatones cuando hacía varios metros que me hubiera girado ciento ochenta grados para retomar el camino a casa, pero pensé que todas esas personas que me estaban mirando quizá podrían sospechar de este gesto repentino y empezar a preguntarse el porqué y puede que alguna de ellas me barrara el paso y me interrogara, ¿no ibas para allá, por qué vuelves?, y yo no sabría que contestarle porque, era verdad, no tenía motivos para volver a casa y no ir al Parc del mil·leni, un poco de odio hacia la raza humana, puede, pero nada más, quién no siente eso cada día y continúa su camino al trabajo, a la compra, a buscar a los niños al colegio, quién no siente cada día odio hacia la raza humana, así, en general, y luego da media vuelta y vuelve a casa.
Dar media vuelta y volver a casa como solución a todo.
Y todo esto no sé a qué venía.
Pero no estaba.
Y ahí él y yo, cara a cara, la fotografía del esperpento, cómo convencer a alguien ya ofuscado desde el primer momento en que te vio en su librería, quizá ofuscado desde el primer momento en el que vio la luz, cómo hacerle entender a un hombre que regenta una librería en la que no encuentras a Carver ni a Vila-Matas ni por supuesto a Montaigne que aquel librito que llevas bajo el brazo y que compraste en La Central es tuyo, porque lo pagaste en aquella librería, y recuerdas el día y el tiempo que hacía cuando lo compraste, qué le tengo que explicar a este hombre, que ni siquiera me ha visto tocar un libro de sus estanterías de mierda, huérfanas de al menos tres grandes nombres, cómo empezamos el debate si él ya casi marca el teléfono de la policía en cuanto me ve entrar, esa barba podría causarme problemas, piensa, tendré el teléfono a mano por lo que pueda pasar, y entonces me pregunta que por qué no le he puesto el nombre, y pienso también que sería buena idea poner una cinta con mi nombre en el cuello a cada camiseta y cada chaqueta, marcar también los pantalones y calcetines, ser, de nuevo, un compañero de clase de mi hijo de dos años, podría haber puesto en la primera página del libro: Diego Cruz -5º EGB- 86/87, y así aquel hombre se hubiera quedado tranquilo, me dijo también que llamase a alguien que supiera que yo tenía ese libro (sic), propuesta que me confirmó lo que ya sospechaba desde el primer momento: era idiota. Si a veces ni yo mismo te podría asegurar si tengo este o aquel libro, a quién quieres que llame para que te confirme que este es mío. Llamé a mi madre, que era imposible que lo supiese, pero al menos pensé que sería una buena forma de demostrarle al dueño de la tienda que no estaba solo, que había nacido de una mujer, que no era un forastero llegado de un lugar lejano y que, vagabundeando, había decidido robar en su librería de mierda. Los minutos pasaban; la vergüenza ajena que estábamos provocando a los dos clientes que iban a pagar algún lápiz o alguna mierda, no. Acabo de utilizar un punto y coma por primera vez en este blog. Luego miro a ver si me corresponde algún premio. Algo cae seguro. La cuestión es que el mismo hombre que me había acusado de robar un libro de su librería de mierda decidió que ya era hora de dejarme en paz, que estamos perdiendo el tiempo (sic), te tendré que creer (sick!), así fue como lo dijo el hombre sin alma y sin criterio, y así fue como di media vuelta y volví a salir, ahora ya de cuerpo entero, el sol en mi cara, a la calle, donde ahora todo el mundo con el que me cruzaba parecía acusarme de algo, en sus miradas compasión y desdén a partes iguales, incluso sabiendo que todas las personas con las que me cruzaba no podían haber presenciado la escena de la librería de mierda, de alguna manera yo creí entender que aquello había trascendido a todo el pueblo a través de un streaming raro emitido por las cámaras de seguridad de la tienda pero, a la vez, si aquella librería hubiese tenido cámaras de seguridad, por qué aquella escena, para qué todo aquel sufrimiento. Continué caminando hacia el parque objetivo inicial de mi paseo, pero me di media vuelta en la primera esquina que encontré, esperé y caminé más de la cuenta y llegué a aquella esquina cruzando por un paso de peatones cuando hacía varios metros que me hubiera girado ciento ochenta grados para retomar el camino a casa, pero pensé que todas esas personas que me estaban mirando quizá podrían sospechar de este gesto repentino y empezar a preguntarse el porqué y puede que alguna de ellas me barrara el paso y me interrogara, ¿no ibas para allá, por qué vuelves?, y yo no sabría que contestarle porque, era verdad, no tenía motivos para volver a casa y no ir al Parc del mil·leni, un poco de odio hacia la raza humana, puede, pero nada más, quién no siente eso cada día y continúa su camino al trabajo, a la compra, a buscar a los niños al colegio, quién no siente cada día odio hacia la raza humana, así, en general, y luego da media vuelta y vuelve a casa.
Dar media vuelta y volver a casa como solución a todo.
Y todo esto no sé a qué venía.
miércoles, febrero 05, 2014
tampoco
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