Ahora también es la madre, aunque parece no tomárselo muy en serio, la que percibe algo. Las sombras se ciernen sobre el cristal trasero, que ahora nos muestra una carretera donde antes podíamos ver un cielo iluminado. Parecen sombras de cipreses, sin duda un mensaje del director. A todo ello, el padre continúa su conducción orgullosa de mierda. Empezamos a sospechar de él.
Entonces un disparo. Algo muy delicado. Una bala finísima y silenciosa que atraviesa la luna delantera y acaba incrustada en el cuerpo del niño. Ese desenfocar la imagen trágica, como queriendo decir: ya os imagináis lo que le ha pasado al niño. La madre se gira alarmada. El padre, en cambio, no se molesta en lo que le pueda pasar o no a su hijo y se centra en la grieta en el cristal. Este gesto nos puede ayudar a saber algo más sobre él: quizá no es el padre del niño. Pensemos en ello.
Mientras el niño sigue agonizando (su color pálido y la boca abierta lo delatan) con la bala clavada no sabemos dónde, el padre se muestra preocupado, turbado, fastidiado, no por esa agonía de ese crío del asiento trasero sino por todas las molestias que le pueda causar este incidente y, sobre todo, el dinero, el dinero, coño. Cuánto costará el arreglo. Y no hablamos de la posible operación a corazón abierto del niño, hablamos de la luna delantera. Lo realmente importante aquí es lo enfocado, lo nítido. Lo desenfocado puede esperar.
Ya vuelta a la normalidad. Un día nuevo (la ropa) pero igual de luminoso. La luna delantera arreglada, de ahí la sonrisa odiosa del padre. Vuelve el cielo claro tras la ventana trasera. Nada de sombras en la carretera. Vuelven las sonrisas. El padre no mira a cámara. Sigue sin ser alguien de fiar. El niño parece recuperado. Aunque eso es algo que sólo la madre sabe.