El asesino, manos ensangrentadas y arma homicida en mano, hablándole a un transeúnte, no a la cámara sino a la persona, que lo graba con un pulso admirable. Nadie ha reparado en esto. Pregunto. Quién graba con su móvil a alguien que acaba de degollar a otra persona y ni siquiera hace el ademán de retirarse, de enfocar al suelo, ni siquiera un ligero movimiento, como un hipo nervioso. Quién, en definitiva, después de una atrocidad, tiene el pulso suficiente para apretar el botón rojo.
Detrás, al fondo, una señal de "precaución niños", advirtiendo también ahora al espectador, y un pequeño grupo de personas que mira la escena como si se tratase de un rodaje, con aquella tranquilidad que supone la ficción.
Es uno de los vídeos más excepcionales de los últimos años, no tanto por la imagen que muestra sino por la situación, por la escena a la que sucede. Es un vídeo extraño porque nos oculta una crueldad de la que querríamos haber sido espectadores. Porque en eso nos hemos convertido y eso somos ya.
Pero más allá de todo esto, la señora del carrito.
La señora del carrito.
Para mí no existe nada más en este vídeo. No hay terrorista, ni machete, ni manos ensangrentadas, ni Alá, por muy grande que sea, le hace sombra a la señora del carrito.
Se va acercando a la cámara, al terrorista que ahora se excusa por lo que han tenido que ver las mujeres del lugar, no duda en ningún momento en cambiar de itinerario, ni siquiera una ligera L, un zigzagueo, ella sigue su camino.
Porque lo que tenía que ocurrir ya ha ocurrido.
Y no hay nada que hacer.
Al menos ahora mismo.
Desazón.
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