Un día mi abuelo me dijo que en el huerto había algo enterrado, que fuese con él y le ayudase a desenterrarlo, porque creía que era algo mío. Le miré extrañado pero le acompañé. Una vez en el huerto me dijo "aquí es" señalando la tierra roja con su anciano índice. Miré pero no vi nada. Le pregunté que cómo sabía que era aquí y no allí. Me dijo que simplemente lo sabía. Todo me parecía rarísimo pero seguí las indicaciones de mi abuelo y empecé a cavar. Al principio no me costó nada levantar la tierra pero a medida que iban pasando los minutos, mis brazos empezaron a temblar. Mientras, mi abuelo observaba la escena unos pasos allá, sus manos en los bolsillos.
Cavé durante una hora. El agujero llegó a ser tan grande como para esconder a una familia. Le pregunté si estaba seguro. Hacía rato que se había sentado en una silla. Continuaba observándome como si yo fuera su sepulturero pero no le importase morir.
Miré mis manos, agrietadas, mis uñas, negras y entonces hubo un momento en el que tuve ganas de ponerme a llorar. Pero no lo hice.
Empezó a anochecer. Mi abuelo se metió dentro de casa. Yo estuve cavando durante toda la noche.
A la mañana siguiente desperté acurrucado y abrazado a la pala. No había encontrado nada, allí no había nada enterrado, mi abuelo se había vuelto tarado.
Me incorporé y fui hacia la casa.
Allí dentro estaba mi abuelo, desayunando. Me preguntó si ya lo había encontrado. Le dije que sí, pero que no era mío y lo había vuelto a enterrar.
Me lavé las manos y desayuné con él.
Me gustó escuchar el crujir de las tostadas.
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