Aquí os dejo el segundo ejercicio del curso, que sé que estabais ansiosos.
Se trataba de contar una historia, o parte de ella, con dos narradores, como si contásemos algo que nos contaron (!). En fin, que es mucho más fácil de como lo he explicado. Ahí va. A la de una, a la de dos y a la de
Me lo contó así, con su vocecilla de pájaro, como si a mí me tuviese que importar, aunque luego me pareció curioso, la verdad. Me explicó todo aquello que pasó con ese chaval de su curso, sí, ese. Al final lo expulsaron, claro, aunque yo no lo hubiera expulsado, me parece una tontería. En realidad, de una u otra manera, todos estamos plagiando continuamente. Nadie hace ya nada original.
Me dijo que todo empezó un día de temperatura elevada, ya sabes cómo era él para esto del tiempo.
Estábamos en clase, me explicaba, y la profesora empezó a pasar lista y así cada uno iba leyendo su relato. Cuando llegó a Eloy, que siempre se sentaba en la última fila, todos nos volvimos para escuchar atentamente el relato maravilloso que nos esperaba. Así había sido hasta ahora. Pero no sé por qué, yo me quedé mirando a la profesora, esperando ver lágrimas de emoción ante la lectura de Eloy.
Así me lo contaba, te lo juro, ya lo conociste, me dijo eso de las “lágrimas de emoción” y estoy seguro de que esperaba ver llorar a su profesora y llorar con ella y fundirse en un abrazo con sus compañeros de curso y sollozar “qué bonito es todo” o alguna cosa por el estilo. Él era así, ya lo sabes. Bueno, pues eso, él se quedó mirando a la profesora pero la profe, en vez de ponerse a llorar de alegría, como él quería, empieza a fruncir el ceño de una manera desorbitada. Bueno, desorbitada, ya me entiendes, que empieza a fruncir el ceño y abre un libro de los muchos que se apilaban en su mesa.
Y entonces la profesora, me contaba, comienza a leer lo mismo que está leyendo Eloy. Todos se volvieron rápidamente, molestos, no porque estuviera leyendo lo mismo que Eloy, sino porque estaba interrumpiendo la lectura del alumno. Al principio nadie se dio cuenta de que la profesora estaba leyendo lo mismo pero, pasados unos segundos, todos se pusieron una mano en la boca y no sabían a dónde mirar, si a la profesora o al alumno. Las miradas iban y venían como en un partido de tenis, del fondo del aula hasta la mesa de la profesora, y luego empezamos a mirarnos entre nosotros, extrañados, engañados, diría yo
Así me dijo, la profe le pilló de lleno. Se ve que este chaval había copiado un cuento entero de Hemingway, Colinas como elefantes blancos, me acuerdo que era ése. Creo que el ejercicio consistía en practicar un diálogo o algo así. En serio, el chaval lo copió exactamente igual. No hay que ser muy listo, la verdad. No sólo porque no te sirva de nada, sino porque estás hablando de Hemingway y tú estás en un curso de escritura. Pero espera, se ve que el tal Eloy se había estado copiando todos los textos que había escrito durante el curso, en serio, me lo explicó luego.
En la siguiente clase, me dijo, la profesora apareció con un montón de folios y otro de libros. Apenas podía cargarlos. Los dejó sobre la mesa y, sin decir nada, ni buenas tardes ni nada, empezó a leer los textos de Eloy y luego, abriendo los libros que había depositado sobre la mesa, así me lo dijo, leía el mismo texto. Se había copiado textos de Salinger, de Carver, de Coover y de Barthelme, entre otros. No nos lo podíamos creer. Y él estaba tan tranquilo, ahí, en la última fila, ni reía, ni lloraba, ni decía nada, como si no fuese con él.
Eso fue lo que me contó. Yo le dije que la culpable de todo este rollo era la profesora y tendrían que haberla expulsado a ella por no conocer esos textos y no a Eloy.
Él me dijo “sí, quizá tienes razón”.
Pero lo dijo de una forma que no me lo creí.
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