Nada le pareció extraño a Gabriel cuando entró a vivir en su nueva casa. La cocina, el lavabo, el salón, el dormitorio, la despensa y la terraza. Todo era pequeño pero suficiente para él.
Los días pasaban con total normalidad. Por la mañana iba a trabajar a la imprenta de su padre, por la tarde paseaba junto al lago, por la noche leía.
Así pasaron los meses hasta que llegó la primavera.
Un día, al llegar de su paseo vespertino, Gabriel se tropezó al entrar en su casa. Su pie golpeó una baldosa que sobresalía. La baldosa estaba ligeramente levantada, como si hubiera algo que la empujase por debajo. La pisó y notó como volvía a su sitio, como si una esponja la absorbiera hasta quedar exactamente a la misma altura que las demás. Después se preparó la cena, leyó un rato y se acostó.
Pasaron los días y Gabriel se olvidó por completo de aquella baldosa y de aquel tropezón.
Llegó Semana Santa y viajó al pueblo de sus padres, para estar con ellos unos días, como hacía siempre que tenía ocasión.
Después de esos días de paz en el tranquilo pueblo, Gabriel volvió a casa.
Era de noche cuando llegó. Se disponía a introducir la llave por la cerradura cuando pudo observar como algo se asomaba por ésta. Era una especie de tallo, una pequeña madera. Estiró de ella hasta que la arrancó. Giró la llave y, al abrir la puerta, ésta topó con algo que había al otro lado. Por un momento sintió pánico. Empujó de nuevo pero la puerta no cedía más. Metió la mano y apretó el interruptor. No oyó nada. Luego, despacio, se introdujo por el espacio abierto. Al entrar en su casa pudo contemplarlo. Allí estaba, como si hubiera estado toda la vida, un enorme árbol que doblaba sus ramas al tocar el techo y las paredes. La imagen era tan irreal que Gabriel sólo pudo contemplarla en silencio, y llorar.
Lo primero que pensó fue totalmente estúpido. "Nadie me creerá", se repetía al contemplar las hojas verdes, el agujero en el suelo, las baldosas quebradas. Como pudo, metió la maleta que aún estaba fuera y cerró la puerta. Bebió un vaso de agua para tranquilizarse aunque no sirvió de mucho. No sabía qué hacer y, por eso, hizo algo que nunca haría: comentar la situación con los vecinos.
Subió al piso de arriba donde sabía que vivía una anciana llamada Ágata. Cuando Gabriel le acabó de contar lo que le había pasado, la anciana sonrió amablemente y le invitó a entrar en su piso. No se extrañó al oír la historia, cosa que Gabriel interpretó como que no la había entendido.
El piso era muy parecido al suyo, igual de pequeño y con la misma distribución de habitaciones. La vieja Ágata caminaba lentamente por el pasillo hacia su dormitorio con Gabriel detrás. Cuando la anciana encendió la luz de su dormitorio, Gabriel pudo contemplarlo en todo su esplendor: un gran árbol que ocupaba todas las paredes y se retorcía al llegar al techo. Ágata miró al estupefacto Gabriel. "Joven, estas cosas pasan a veces", le dijo con cariño a Gabriel. "No se lo expliques a nadie, hijo, nadie te creerá, no hace falta que pierdas el tiempo, vive con ese espléndido árbol en tu entrada, que la gente que te visite se maraville de su presencia, que se asombren al verlo, como hiciste tú, pero, eso sí, no pierdas el tiempo explicándoselo a nadie, porque nadie cree cosas así. En parte es lógico. Aunque no debería serlo. Porque estas cosas pasan a veces".
Al día siguiente Gabriel volvió al trabajo. No habló de lo sucedido con nadie.
Al volver a casa abrió con cuidado la puerta, se hizo la comida, salió a pasear por el lago y leyó durante una hora. Más tarde cenó y, antes de irse a dormir, regó el árbol.
2 comentarios:
jolín, me guay... es bonito.
la próxima vez te leo desde nuestro paraiso.
un besazo.
vamos ahorrando, eh? ;-)
Sobre la reunión que mantuvimos el otro día, te confirmo el interés de nuestra empresa en publicar tus trabajos. Los pasados, presentes y futuros. En exclusiva, claro.
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