martes, enero 29, 2008

hasta en mis rodillas

Aquí dejo el ejercicio de este jueves.
Se trataba de escribir a partir de una foto.


Vacas naranjas a lo lejos.

Supongo que sería sábado o domingo.
Y supongo que estaría feliz.
Más o menos como ahora cuando la miro. Quizá más. Porque cuando eres pequeño no tienes preocupaciones. No es que no tengas, es que no existen.
Mi felicidad completa existe en mi infancia. Esta foto es el resumen. Y cada vez que la miro algo de esa felicidad sale como un perfume y penetra en mis poros.
Supongo que la foto la haría mi padre. Él era, y es, el encargado de fotografiar a la familia, de fotografiar nuestros viajes, los cumpleaños, los días especiales.
En esa foto estamos mi hermana y yo, césped alrededor y árboles al fondo. Yo tendría unos ocho años. Mi hermana, cinco menos.
Estoy sentado en un balón de plástico gigante con un saltamontes en la mano izquierda que me llevo a la boca, abierta y sonriente, como si fuera a comérmelo. Con la otra mano abrazo a mi hermana por la cintura. Me mira riendo, divertida, sabiendo que mi gesto es simplemente eso, un gesto para hacerla reír. Ella viste un pequeño vestido blanco. Yo una camiseta y unos pantalones cortos. El sol nos ilumina de lleno. Se puede ver felicidad hasta en mis rodillas.
Fue durante una visita a unos amigos de mi padre. Tenían un aixopluc, un refugio de madera en las montañas, que en la fotografía queda fuera de la imagen, a mi izquierda. Si alguien pudiese asomar la cabeza y mirar, allí estaría.
No sé exactamente dónde está, dónde estaba. A veces se lo he preguntado a mis padres, siempre me lo repiten y siempre lo olvido. Supongo que quiero creer que ese lugar sólo existió para nosotros y ahora nadie lo puede encontrar, que fue un instante, una fotografía. Igual que la infancia.
También recuerdo que fue allí la primera vez que vi una vaca.
Había vacas en los prados que rodeaban la casa. Eran enormes. Salimos a pasear después de comer, después de esta foto. Una se acercó curiosa. Pude ver sus venas por el cuello, las babas mientras pastaba, las moscas en su nariz, esos ojos enormes que no miran nada. La vida de cerca es muy diferente.
Todo el prado verde estaba rodeado de un alambre electrificado para que las vacas no lo traspasasen. Lo comprobé yo mismo, tocándolo sin querer. Una especie de relámpago de dibujos animados corrió por mi brazo hasta llegar a mi oreja. Al principio me asusté. Luego me lo explicaron. Más tarde seguí dibujando relámpagos en mi brazo cuando nadie miraba. Mi hermana me guardó el secreto con un simple guiño.
Estuvimos paseando hasta que empezó a oscurecer. El color anaranjado de la tarde lo bañaba todo y mi hermana se reía al ver vacas naranjas a lo lejos.
Volvimos al refugio. Supongo que empezaba a hacer frío aunque fuese verano. Nos tomamos un vaso de leche con galletas sentados en sillas de madera, pisando el suelo de madera, apoyándonos en paredes de madera.
Por la ventana ya no se veía la montaña, ni el prado, ni las vacas, ni el alambre, ni los saltamontes, porque la noche lo empapaba todo de negro.
Lo único que tengo que hacer para que el sol salga de nuevo es mirar esta foto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Deberíamos volver... ¿te imaginas?

:-D

Anónimo dijo...

me encanta el texto, ya lo he leído como cinco veces...

Anónimo dijo...

esto es bueno

http://www.clubcultura.com/diario/index.php?dia_id=2

y tú tb! :**