Fue puro azar. O no.
Pudo haberme tocado la quince, situada al otro lado del edificio, con vistas a las montañas.
Pero la señora de recepción, después de examinarme unos segundos, se volvió y descolgó de un tablón la llave de la habitación nueve.
Me pregunto qué pudo ver en mí para suponer que preferiría aquella y no la otra, la quince, por ejemplo, desocupada también y con vistas a las montañas.
Esto es lo que veía cada mañana, justo después de despertarme.
Me vino a la mente un cuadro de Hooper, aunque allí nunca llegasen los rayos del sol.
Una mañana, el último día antes de abandonar el hotel, estuve unos minutos mirando la escena con detenimiento.
Observando el pomo de la puerta, concentrándome en él, creí ver cómo giraba lentamente.
Aunque supongo que sólo fueron imaginaciones mías.
Como se me hacía tarde, decidí fotografiar mi vista durante aquellos días, con la esperanza de que, algún día, mientras mirase aquella fotografía, la puerta se abriera, al fin.
Por supuesto sé que es una auténtica idiotez, pero no mentiré si digo que, cada noche, antes de irme a dormir, miro esta fotografía en busca de alguna señal.
Me pregunto qué pudo ver en mí aquella señora para suponer que yo preferiría aquella habitación y no otra, la quince, por ejemplo, desocupada también.
Y con vistas a las montañas.
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