Ayer fui a un entierro con mi madre.
Todos somos humildes ante la muerte.
Qué otra cosa nos queda.
Si ni ante la muerte mantenemos la compostura, qué puede ser de nosotros.
En la iglesia hay poca gente, cada vez menos.
Es triste un funeral con poca gente.
Pero quizá es más triste con mucha gente.
No sé qué elegir.
Quizá me quedo con uno con poca gente.
Estábamos allí, yo me limitaba a levantarme y sentarme cuando todo el mundo lo hacía.
Es la única imitación posible en un funeral, lo demás no está en tus manos.
Un funeral es un lugar salvaje y anárquico, aunque todo siga un tempo previsto.
Las campanadas de un funeral, dos notas, un intervalo de tercera menor.
Una tercera menor siempre es triste.
O, al menos, poco alegre.
Y las campanadas a muerto resuenan durante unos minutos y hacen callar a la gente que pasa entonces por las inmediaciones de la iglesia.
Dos campanas, dos notas, un intervalo de tercera menor haciendo callar hasta al niño en su cochecito.
Todos entendemos una melodía triste.
Nacemos con ello.
Miro a mi alrededor dentro de la iglesia, mi madre a la izquierda, la familia del difunto en los bancos centrales y, más allá, unas señoras que cantan y que hacen que todo esto sea más llevadero o más tétrico, según se mire.
Hay gente que se sabe las canciones, las respuestas al párroco.
Yo no tengo nada que decir en una misa, y me sabe mal.
A duras penas me santiguo, mirando de reojo para que nadie esté observando mi gesto torpe y desganado.
Cuánta gente debe de haber venido.
Unas treinta personas, un poco más, no mucho más.
A mi madre le parecieron pocas.
A mí no.
Pienso en la respuesta que me dio una profesora de Cristina hablando de escribir, publicar y todo ese rollo del principiante: "No importa cuánta gente te lee sino quién te lee".
Parece fácil decirla, pero antes hay que pensarla.
Ella la pensó y me la regaló.
Una respuesta, como un diamante, es para siempre.
Y de la misma manera que aquella profesora me contestó eso, yo pensé lo mismo para un funeral: "No importa cuánta gente venga sino quién venga".
Y allí estábamos nosotros, rodeados de ese continuo eco de las iglesias.
Un golpe en la madera del banco te puede hacer pensar en el estallido de algún artefacto abandonado por alguien que pensó que aquello nunca estallaría.
La cosa fue rápida, o se me hizo a mí.
Hay un momento en el que el cura bendice el ataúd con agua bendita.
Quise fijarme dónde caían las gotas, en qué porción exacta de la madera caían aquellas gotas.
Simplemente por llevarme conmigo algún detalle.
¡El detalle, el detalle!
Siempre que asisto a un funeral pienso en quién vendrá al mío.
Es algo irremediable.
Y lo pienso porque espero que no sea mañana ni el año que viene, ya que entonces sí que sabría, más o menos, la gente que vendría.
Lo pienso porque, realmente, no sabemos quién asistirá a nuestro funeral.
Lo que, por otro lado, nos trae a todos sin cuidado, pero bueno, acaso no hacemos listas con lo que haríamos si nos tocara la lotería.
Al menos esto es algo que sí que nos va a pasar algún día.
Sobre todo me gusta pensar en la idea de si vendrá alguien a quien todavía hoy no conocemos.
Es una idea estúpida.
Luego está el momento de darse la paz.
Hay gente que no se cansaría nunca.
Yo me siento culpable de haberle estrechado la mano sólo a las dos personas de atrás y quiero compartir mi paz con los del banco de la derecha, pero mi madre me dice ya está bien, ya está bien, y supongo que le tengo que hacer caso, aunque no sé por qué.
El eco de la iglesia hace que no haya entendido prácticamente una frase entera de toda la misa.
Soy consciente de ello cuando empezamos a desfilar hacia la salida, el féretro delante, todos detrás.
Y de nuevo las campanadas, ya una vez en la calle, llenando un espacio que sólo llenan ahora algunos suspiros.
Pienso en ellas como una especie de música de ascensor: las dos llenan un vacío incómodo.
Por último nos despedimos de la mujer y del nieto.
Las despedidas siempre son torpes y patéticas.