Aquí te dejo el ejercicio de este jueves.
Consistía en crear un texto a partir de una palabra, lo que nos sugiriese esa palabra, algo, vamos, hacer algo.
Ahí va.
Quizá mañana muerte.
Entonces eras pequeño, tendrías cinco, seis, siete años. Era la única palabra que no querías escuchar, sobre todo ahora que tan a gusto estabas, sentado en el sillón, envuelto de noche y luces que provenían de una pantalla en la que daba comienzo una película y en la que acababan de aparecer dos rombos blancos en su esquina derecha, ahora que desafiabas a los mayores con un nudo en el estómago que gritaba viva y tengo miedo a la vez. Tus padres hacían ver que no se daban cuenta de tu presencia. Pero sabían que estabas allí, por supuesto. Entonces tu padre la nombraba: “cama”.
Todo tu universo se desmoronaba en un segundo, los planes de futuro, de un futuro que consistía en la hora del patio, mañana, en la que alguien te contaría cosas que no pudiste ver porque ya no estabas donde querías estar para verlas, para que nadie te las contase.
Luego cumpliste los quince, los dieciséis y los diecisiete, casi de golpe, y aquella palabra que tu padre convertía en frase, en orden, en un desplomarse todo, ahora se había convertido en la más fiel compañera, la novia a la que nunca piensas dejar, sobre todo ahora, en invierno, con este frío y teniendo que levantarte tan temprano para ir a clase pudiendo estar debajo de esa manta que amoldas a tus caderas.
Más tarde llegaron los veinte y los veinticinco, y la palabra cama significó sexo o, al menos, el sexo ideal. Dormir ya no era tan importante como hace diez años. Ahora había que aprovechar el tiempo y ganar todo el que perdiste entonces, cuando a tu cara le aparecieron granos cuando menos los necesitabas.
Luego los treinta y los cuarenta y los cincuenta, tan rápidos que quizá pensaste que no existía nada en medio, cuando la palabra dejó de tener un significado importante, simplemente era algo que utilizar de la noche a la mañana.
Después, mucho después, llegará la vejez.
Y estarás tumbado y mirarás al techo, aquella grieta que antes no estaba, aquella esquina que pintaste, otra vez con humedad.
Entonces pensarás en cuando eras pequeño, tendrías cinco, seis, siete años, como tu nieto ahora, y tu padre, ese que aparece contigo en la foto de su noventa cumpleaños, te decía con esa voz tan parecida a la tuya: “cama”.
Lo único que sabes es que ahora estás tumbado allí donde tanta pereza te daba ir de pequeño, allí donde pasaste más horas que en la biblioteca, allí donde llevaste a tu primera novia, allí donde hay tantas lágrimas impregnadas, allí porque ahora no puedes estar en otro sitio.
Y ahora significa descanso.
Quizá mañana muerte.
Alguien viene a visitarte y luego se va y ya no vendrá más y la última visión que tendrá de ti será tumbado en esa cama.
Ahora tienes miedo, tumbado mirando al techo, aquella grieta y aquella humedad, aunque no se lo digas a tu nieto, que debe de tener cinco, seis, siete años y te mira desde aquel sillón que aún conservas.
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