Aquí te dejo los deberes para mañana.
La profa me ha corregido un montón de cosas, nen. De tiempos verbales, que no queda claro, dice. Yo lo veo todo clarísimo pero, claro, lo he escrito yo, sólo faltaba. Dime tú algo.
Me da palo tener que dar explicaciones de lo que escribo y por qué lo hice así y por qué no lo hice de esta otra manera y por qué el personaje nosequé y por qué nieva y por qué todo. Pero bueno, es lo que tiene un taller de escritura. Supongo.
No sé si es bueno analizarlo tanto-todo-tanto-todo-tanto-todo, tanto. No sé si es bueno.
En fin.
Cuatro asientos vacíos.
Hojas muertas descansan en el patio.
Anoche empezó a nevar y no paró hasta hace unas horas. El camino hasta la carretera está cubierto de una espesa capa de nieve. Los pies se hunden, se entierran y vuelven a surgir del blanco frío para desaparecer de nuevo, como cansados animales que salieran a respirar. Hace unos días ella le dijo ¿Querrás que te visite alguna vez?, y él le contestó Será lo mejor que me pueda pasar en diez años. ¿Por qué no me lo pediste antes?, siguió ella. Al otro lado del teléfono su respiración buscaba una respuesta. Creo que nunca he sabido formular ese tipo de preguntas, contestó al fin.
Ahora caminaba a su encuentro en la carretera, hacia aquella parada de autobuses que venían de tierras lejanas. Algunos rayos de sol se atrevían a tocarle. Después de dejar el camino nevado, sube un pequeño montículo y mira atrás. Siempre se ha sentido bien contemplando huellas en la nieve. El hombre y la naturaleza, el camino elegido, el antes.
El después se mostraba al otro lado del montículo. La carretera, húmeda, vacía, negra, contrastaba con todo el blanco pisado hasta ahora, con toda la vida que, sin querer, pisaba al hundir sus pies en la nieve. Todavía quedaba un largo trecho hasta la parada de autobuses. Entonces pensó en ella, en todo este tiempo sin verla. Si me voy ya no me verás más, le amenazó una tarde, mientras se pintaba las uñas de los pies sentada en el sillón. ¿Por qué dijo eso? ¿A qué venía entonces tanta rabia? No venía a nada, ella era así, imprevisible como una noche en aquella cabaña, en aquel bosque donde él había decidido quedarse. Y un día ella se fue, cogió sus cosas y dejó marcas en la nieve. También había nevado entonces. Él la veía alejarse, esperando que se volviera al menos para un último adiós, una última visión de sus ojos.
La parada de autobuses se divisa a lo lejos. La desolación representada por cuatro asientos vacíos. Sentado al fin en uno de ellos, mira su reloj. Faltan todavía quince minutos para que el autobús llegue. Un coche pasa, lento, silencioso, un copo de nieve con ruedas. Lo conduce un anciano que le saluda a través de los cristales empañados. No adivina a saber quién es pero le devuelve el saludo.
Ha pasado ya más de una hora. Se ha tenido que levantar varias veces y caminar para que los pies no se le durmieran. El sol empieza a esconderse tras una gris capa de niebla que cubre las montañas. Decide esperar un rato más. A lo lejos, negras nubes anuncian tormenta. Más tarde, empieza a nevar.
De vuelta a la cabaña intenta seguir sus huellas pero la nieve se está encargando de borrarlas, cubriéndolo de blanco todo, de nuevo, haciéndole dudar de su paso por ahí.
Ya dentro de su habitación se quita las botas y los calcetines húmedos. Calienta agua y mete los pies en ella. Luego se prepara un caldo y lo sorbe lentamente, mientras observa cómo los copos de nieve mueren al calor de la ventana, convirtiéndose en lentas y frías lágrimas que dudan en su recorrido hacia la madera.
Bajo el edredón todo parece más seguro. Frota los pies para hacerlos entrar en calor. Afuera, la tormenta.
El viento aúlla al colarse por las rendijas del tejado.
La hojas muertas del patio golpean la puerta.
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