El domingo fue lo que los franceses denominan muy finamente como jour de merde y aquí se conoce como un día de mierda.
Me levanto a las siete y cuarto (7:15), me ducho, me visto, desayuno y me lavo los dientes. Mientras me cepillo me doy cuenta de que empiezo a ver las luces que anuncian la migraña. Le doy gracias a dios por tal detalle a esta hora de la mañana de un domingo y salgo a la calle hacia el colegio electoral.
A las ocho menos diez (7:50) estoy apoyado en una pared, mirando a un punto fijo del suelo, esperando que la cascada de luces desaparezca, al lado de más gente a la que no conozco, frente a unas mesas en las que hay unas urnas.
Hay una mujer que pasa lista y dice mi nombre, le digo que soy yo y la miro viendo sólo la mitad de su cara.
Tengo que firmar algunos papeles que ni leo, porque no tengo ganas y porque ahora mismo no puedo.
A lo mejor decían: el abajo firmante se presta a que le corten las dos manos en una ceremonia satánica que se realizará en este centro cultural en el que hoy el gran Lucifer nos ha convocado.
Me hubiese dado igual, yo garabateé como pude.
Por lo visto se trataba de papeleo de mierda, paperasserie de merde, con el que tuve que lidiar durante toda la jornada electoral, por llamarla de alguna manera.
Dibujé más veces mi firma que en toda mi vida. Y no bromeo.
Después de unas breves indicaciones del funcionamiento de todo el tinglado allí estaba yo, sentado a la izquierda de una mujer que dijo ser la presidenta y que a su derecha tenía al primer vocal.
Yo era el segundo vocal, es decir, que si no hubiese ido daba igual. Eso es lo que quiere decir segundo vocal.
La presidenta me ofreció la regla, que recogí con una reverencia, cual caballero la espada que le ofrece la reina.
Mi tarea era la siguiente: marcar con una cruz las personas que iban votando y decirle al primer vocal el número que ocupaban en el censo.
Así once (11) horas. Tan aburrido como ver a Bunbury peinarse.
Que te toque estar en una mesa electoral es lo peor que te puede pasar como ciudadano.
Prefiero que se me caiga encima una farola mal colocada o caerme en una fosa cavada por jardineros ex-yonkis mientras paseo por el parque.
Al menos tendría su gracia luego contarlo.
Lo del domingo no tuvo ninguna.
Pero te pagan, tío, dirás. Sí, sesenta (60) euros, en metálico, dentro de un sobre.
Cuando abro el sobre y los cojo pienso en el ex-yonki jardinero, que a lo mejor eran para él, pero como no quieren que se meta un chute mejor me lo dan a mí, que parezco inofensivo ahí, sentado, con una regla y un boli.
Pensaba, mientras estaba ahí, viendo acercarse gente que me enseñaba su carnet, que algo parecido será trabajar en un peaje. Aunque en el peaje puedes tener la radio y cuando llega la hora de irte, te vas.
Aquí no hay hora de irse. Todo depende de ti y de si entre todos tus compañeros no alcanzáis un grado de ineptitud tal como para salir a las doce de la noche.
Por suerte todo fue más o menos rápido, por decir algo. Salí a las diez y media (22:30).
Estando allí me di cuenta, aunque ya lo sabía, que no conozco a nadie de mi bendita ciudad.
La presidenta-reina conocía a un ochenta por ciento (80%) de las personas que nos mostraron el carnet. En serio. Viéndolos entrar por la puerta ya me decía Costa o García o Amat. Y yo le obedecía, porque era la reina, y comprobaba que tenía razón cuando me enseñaban el carnet.
Lo mejor del día, sin duda, fue que había un interventor de Esquerra que se parecía a Quim Monzó.
No es que hiciese los gestos esos que hace él, simplemente me lo recordaba, la voz y todo.
Era una mezcla entre Quim Monzó y Carles Santos, dos de mis artistas actuales preferidos.
Es lo único que me hizo sentir bien, imaginarme que ese hombre era Quim Monzó.
Leía el diario El Punt y hablaba el català más perfecto que he escuchado en años, sin ser repelente.
A media tarde vi acercarse a un hombre que se parecía a Samuel Beckett, igual de elegante, igual de arrugado, igual de cano. Era Beckett.
Y lo mejor de todo es que Quim Monzó se levantó de la silla y fue a saludarlo.
Estuvieron hablando un rato, Monzó y Beckett.
¿De qué hablarían?
¿De qué crees tú que hablaron?
Quise retener ese momento en la retina, para años más tarde contárselo a mis nietos, decirles:
Un domingo estaba sentado con una regla y un boli, poniendo cruces al lado del nombre de la gente que me enseñaba el D.N.I.
Entonces Quim Monzó y Samuel Beckett se pusieron a hablar delante mío.
Y eso fue lo mejor que me pasó ese día.
Verlos hablar.
Al despedirse, y esto es real, Quim Monzó le dijo a Beckett: que vagi bé l'obra (que vaya bien la obra).
A lo mejor el hombre que hacía de Beckett para mí estaba haciendo reformas en su casa y por eso el hombre que hacía de Quim Monzó le animó con aquellas palabras.
Aunque yo quiero creer, simplemente, que Quim Monzó le dijo a Beckett eso: que vaya bien la obra.
Porque es lo único que le podía decir en ese momento.
Este tipo de cosas me ayudan en el día a día, qué quieres que te diga.
4 comentarios:
¿de verdad le dijo eso?
Oye, sabes que a parte de los 60 euros tienes un dia de fiesta, no? Vale q no es lo mismo que un domingo, pero bueno, algo es algo. Tu pidelo y a descansar!!!
solo de imaginar la possible conversación entre Monzó y Beckett tengo un orgasmo de erudición!
:DDDD
elena: de verdad.
Casi lloro.
Un beso ;)
marta: sí, ya nos lo dijeron. Aunque yo para recuperarme de ese día necesitaría una semana, en un balneario, todo pagado, claro. Besos ;)
ayleesh: sí, la verdad es que es una imagen bastante excitante.
Un saludo.
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