sábado, febrero 18, 2012

¡Verdi, Verdi, Verdi!

Un hombre, o una mujer, un niño, quizá una niña, quién sabe, pasea con orgullo su disfraz de ola.
La gente se queda inmóvil ante tal obra de orfebrería. No son comunes los disfraces por esa zona. Y mucho menos llevados así, con ese orgullo que sólo puede mostrar alguien disfrazado de ola.



Un hombre, un artista de la ventriloquia, saca la mano de su muñeco y lo sienta a una mesa con otros muñecos.
Aunque la imagen pueda mostrar un gesto rudo y violento del artista hacia su muñeco, en realidad lo deposita con delicadeza, sujetando el cuello para que no le baile la cabeza al dejarlo inerte después de una magnífica actuación.
Vida y muerte reflejadas en un dulce gesto que sólo la gente iluminada aplaude.



Un hombre le insinúa algo a una mujer.
La mujer no parece captar el sentido de la mueca.
Se quedarán así durante horas, entre el desconcierto de una y la imposibilidad de ser más explícito del otro.



Un director de fotografía ante una modelo dormida.



En un autobús repleto, una cantante de ópera retirada se atreve con una aria de Gounod ante el fastidio de algunos, que no creen acertada la elección de ese autor.
Algunos intentan interrumpirle proponiendo otros autores, otros estilos, debido a que, según dijo uno de los viajeros, "un viaje en esta situación de hacinamiento se presta a otros autores, pero no a Gounod, por favor, es algo que todo el mundo sabe".
En un determinado momento, incluso, la gente apiñada en la parte trasera empieza a corear "¡Verdi, Verdi, Verdi!"
La mujer no dará su brazo a torcer hasta llegar a destino.



Un jugador celebra, sin ningún tipo de rubor, la futura muerte de un famoso.



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