Aquí os dejo con los deberes que tendría que haber entregado el miércoles pasado. Se trata de una descripción en la que el marco, la atmósfera y la acción tenga más o menos la misma importancia. No estoy nada orgulloso de este ejercicio así que lo voy a colgar antes de tener tentaciones de borrarlo.
Lo único que recuerdo de aquellos años es una cicatriz. Era lo primero que veías. Antes que su nariz afilada, su barba cana, sus enormes orejas, antes que sus ojos negros bajo unas despeinadas cejas, antes de saber si estaba sonriendo o gruñendo, lo primero que veías era una cicatriz. Incluso la podías ver antes de entrar cada tarde. Desde la calle se podía escuchar la guerra de pianos, de los cuatro pianos que habitaban en la pequeña academia. Y allí, de pie, con los ojos cerrados, antes de picar al timbre para empezar las dos horas de clase diarias, siempre me gustaba perder unos minutos intentando deshilachar la sonata de la fuga que estaba enredada en la escala. Y entre el manojo de notas y silencios, allí se te aparecía la cicatriz. Entonces abría los ojos sobresaltado y apretaba el timbre. Toda la claridad de la tarde se transformaba en sombra en cuanto cerrabas la puerta. Era como si retrocedieras tres siglos. La única luz que alumbraba la estancia provenía de las lamparillas que iluminaban las partituras. No había otra luz que las de los cuatro pianos, colocados uno al lado de otro y separados por pequeños biombos que servían para que los alumnos no se distrajeran entre sí. Al final del pasillo estaba el despacho de la cicatriz. Me gustaba caminar poco a poco hasta llegar al despacho. No era por miedo, ni mucho menos, era por el olor a madera vieja que salía a saludarte a cada paso que dabas. Ese olor mezclado con la colonia de los niños que tocaban el piano formaba un universo propio que nunca más he podido encontrar. También, en el camino, me distraía unos segundos pisando una antigua baldosa que bailaba en el suelo y decía clic-clac cuando ibas y clac-clic cuando volvías.
Después de empaparme de olores y sombras llegaba a la puerta abierta del despacho. Allí estaba la cicatriz, sentada en su butaca de cuero, con unas minúsculas gafas que resbalaban poco a poco sobre su afilada nariz. Entonces la cicatriz y sus ojos negros me miraban y me indicaban el piano en el que me tenía que sentar a practicar. Yo siempre me quedaba unos segundos mirando fijamente e intentando descubrir dónde estaba esa cicatriz, hasta que su voz me repetía que ya me podía sentar a practicar. Entonces me giraba y deshacía el maravilloso camino que acababa de caminar un minuto atrás, volvía a recoger los olores, pisaba de nuevo la baldosa clac-clic y miraba el color de mi ropa y mis manos bajo la tenue luz de las lamparillas. Todos los pianos eran antiguos, con nombres rusos inscritos en pequeñas placas doradas, a casi todos les fallaba el martillo de una u otra tecla, y eran tan grandes que alguien dijo una vez que habían servido de ataúdes y que si abrías la tapa de cualquiera de ellos podías encontrar los huesos de algún bandido. Pero nadie comprobó si esta historia era cierta.
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