Mi bisabuelo plantó un árbol en el que mi hijo se ahorcará dentro de cinco minutos, cuando acabe de contar esta historia.
Lo plantó en el huerto de su casa, ahora nuestra, cuando tenía quince años.
Era un apasionado de la botánica. Su árbol preferido era el sauce llorón. Y ese fue el que plantó. Aunque muchos conocidos le dijeron que era muy difícil que ese tipo de árbol echara raíces en la tierra de su huerto, él no desistió y el árbol fue creciendo año tras año hasta convertirse en el majestuoso sauce que es ahora, ese que inunda de sombra y frescor las tardes de verano en nuestra casa.
El sauce es uno más en la familia. Desde que tengo uso de razón lo recuerdo así como es ahora, siempre majestuoso y envuelto en un misterio difícil de explicar.
En los días de tormenta, cuando era pequeño, me asomaba a la ventana de mi habitación para ver sus hojas agitarse violentamente, luchando contra la tempestad. En verano, me podía quedar horas mirando los rayos del sol colarse por entre sus ramas, dibujando en mi camiseta espectros luminosos.
También recuerdo un año en el que una especie de oruga afectó a sus raíces y el sauce perdió todas sus hojas. Por las noches, entonces, dibujaba la silueta de todas las películas de terror juntas. Mis padres creían que estaba muerto, podrido por dentro, y decidieron talarlo. Pero, milagrosamente, el mismo día en que mi padre cogió el hacha, al árbol le estaban empezando a salir nuevas hojas. Me alegré mucho y, en un momento mientras mis padres preparaban la comida, me acerqué al sauce y lo abracé. Hoy me parece estúpido, pero en aquel momento era lo que necesitaba hacer.
Pasaron los años y el sauce se recuperó por completo de su enfermedad. En verano celebrábamos una fiesta bajo su sombra con todos los vecinos del barrio para conmemorar el día en que el árbol se recuperó.
En la universidad conocí a la que sería mi mujer. Pronto se vino a vivir conmigo a nuestra casa; a mis padres no les importó, al contrario, la adoraban. Acabamos nuestros estudios a la vez y tuvimos a nuestro único hijo, el mismo que se ahorcará en el sauce dentro de unos tres minutos.
Mi hijo tiene ahora diecisiete años. Es demasiado joven para entender nada y demasiado mayor para tener que explicárselo todo. No quiere saber nada de la familia, de sus antepasados, no le importan en absoluto. Yo le intento explicar que gracias a ellos él es quien es, pero él me contesta ¿y quién soy? Mi mujer no puede hablar con él, bueno, no habla con él desde hace un par de años, cuando una fuerte discusión acabó en un accidente que pudo haberle costado la vida a mi esposa. Soy el único que intenta saber qué es lo que pasa por su cabeza, aunque por mucho que hable con él nunca llegue a ninguna conclusión.
Una tarde de primavera, fuimos a dar un paseo por el campo que rodea nuestra casa. Todo era muy agradable: la temperatura, una brisa suave, la conversación animada, incluso algunas risas que hacía mucho tiempo que no salían de él. Estábamos caminando tranquilamente, yo con las manos cogidas en mi espalda, él dentro de sus bolsillos. Y entonces me dijo que se iba a suicidar. Por un momento no sabía si lo que había oído era real y le dije que no le había escuchado. Me volvió a repetir lo mismo. No sabía qué decir, opté por reírme y recomendarle que no dijera tonterías, que esas cosas eran muy serias. Él me dijo que no era una tontería, era una cosa que había pensado hace tiempo, ya lo tenía todo planeado. Le pregunté por qué quería hacer eso y el me respondió “tú me contaste que un día abrazaste al sauce”. No continuó la frase, estuve esperando un largo rato en silencio, sin que se sintiera presionado por mis preguntas o por mi insistencia, pero no me dijo nada más. Llegamos a casa casi al anochecer. No quise comentarle nada a mi mujer.
Pero hoy se lo tendré que decir. Le tendré que decir que nuestro hijo se ha ahorcado en el sauce del huerto, que hay que llamar a la policía, que no lo podemos tocar ni descolgar hasta que vengan.
Mi bisabuelo plantó el árbol donde se acaba de ahorcar mi hijo.
Me pregunto si, de haber sabido la historia final, mi bisabuelo hubiera seguido regando sus raíces. Puede que sí, quizá no hubiera creído lo que le estaban contando y hubiese continuado regando y abonando la tierra que sostiene a mi hijo. Y si aquel día nadie hubiese visto las pequeñas hojas brotar de nuevo y mi padre hubiera talado el sauce. Y si yo no hubiera conocido a mi mujer y no hubiésemos tenido a nuestro hijo, ese extraño fruto que ahora cuelga del sauce al que un día me abracé.
Ahora mismo lo estoy mirando desde la ventana de su habitación, la que antes fue mía.
Empieza a hacer viento, las hojas se agitan con violencia.
1 comentario:
uf
qué bueno
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