sábado, enero 31, 2009

aunque sí el gigante en el árbol

El otro día, cuando el viento. 
El otro día, cuando el viento, piensa en mí. 
Me ha venido ahora esta frase a la cabeza, venida de aquella novela de Javier Marías, y no sé por qué me ha venido a la cabeza pero así es, las cosas vienen y van a la cabeza y luego se van a otra parte, quizá a cualquier grieta de la pared, o entre los periódicos sin tirar, escondidas como pececillos de plata,  y luego se vuelven a ir a otra parte y otro día vuelven a venir, y ahora quizá me volvió esa, la que me recordó al libro del Marías. 
El otro día, cuando el viento, piensa en mí. Una frase verdaderamente incorrecta.
Pues el otro día, cuando el viento, me asomé a la venta esperando ver personas volar, casas, autopistas volar, esperaba yo ver todo eso justo antes de asomarme a la ventana porque el sonido, el ruido, ya no murmullo, el aullido de aquel viento de aquel sábado de aquella mañana, me resultó tan dramático como acogedor. 
Y por eso yo esperé ver a la bruja del este y del oeste, y quizá también esperaba verlo todo desde arriba, lo que significaría que nos encontrábamos en el centro del ciclón, tifón, huracán, en el centro de aquello que aullaba y que yo esperaba que nos devolviera a Oz, de donde vinimos algún día, esperaba encontrarlo todo tal y como lo dejé, lo dejamos, en color, y no como ahora, en este nuestro Kansas natal tan en blanco y negro, y me asomé a la ventana, miré por la ventana de mi, de nuestra habitación de alquiler, y allí pude ver el árbol de delante moviéndose de un lado a otro como si algún gigante invisible se estuviera rascando la espalda en él, y allí estaba ese árbol de delante, siempre tenemos un árbol delante, más lejos o más cerca, siempre tendremos un árbol delante, y ese árbol se movía de aquí para allá, y de repente las macetas de la vecina se cayeron del balcón y se trocearon 
quedándose 
ahí, 
ya, 
quietas, 
restos de una civilización bárbara y oscura, 
y miré al cielo y había bolsas blancas, bolsas blancas llevadas por el viento, 
de dónde salen tantas bolsas blancas los días de viento, me pregunté y me pregunto todavía, luego me fijé en el bloque de pisos de delante, siempre tenemos un bloque de pisos delante, más lejos o más cerca, y allí, en las ventanas, personas, los habitantes de cada casa, supuse, miraban todo aquello, las bolsas, el árbol, todo aquello que rugía ante nuestros ojos, 
una abuela en bata sostenía en brazos a un niño pequeño que golpeaba el cristal con sus manos llenas de saliva, supuse, y la abuela en bata, con una mano sostenía al niño y con la otra se tapaba la boca, supuse de asombro, quizá porque ella sí que podía ver al gigante,
y luego volví a mirar al cielo y vi pájaros, dos o tres pájaros, 
no hay nada que me tranquilice más que ver pájaros en el cielo, supongo que lo asocio con que todo sigue en orden, ver pájaros en el cielo me hace bien, y aquellos dos o tres pájaros del otro día, cuando el viento, no sabría decirte si volaban o estaban muertos, no sabría decirte si volaban por placer o por necesidad, no sé si los pájaros vuelan por placer, a veces me lo pregunto porque, pienso, si no es así, viven una vida miserable, si un pájaro nunca vuela por placer, es un animal miserable, si sólo se dedica a desplazarse de aquí para allá en busca de algún insecto o de alguna rama, si a eso se resume su vida, entonces un pájaro es un animal miserable, 
pero no pensaba eso yo mientras los veía allí, en ese momento, y no sé por qué me vino a la cabeza una canción de Jeff Buckley que hacía tiempo que no escuchaba, me vino a la cabeza viendo esos pájaros ahí, en la tele que es mi, nuestra ventana de alquiler,
y aquellos pájaros del otro día, cuando el viento, parecían divertirse, podías intuir una sonrisa en sus caras de pájaro, se estaban dejando llevar y no avanzaban, no porque no pudieran, sino porque se estaban dejando llevar, 
y allí me quedé un rato, viendo a esos dos o tres pájaros dejándose llevar, 
esquivando bolsas blancas, 
ya la abuela y el niño no en la ventana, 
aunque sí el gigante en el árbol, 
pero esos pájaros, 
esos dos o tres pájaros dejándose llevar, 
mirándolos como estuve durante horas y días,
y puede que todavía, mientras escribo esto, 
esos dos o tres pájaros dejándose llevar, dije,
no me parecieron 
en absoluto
animales miserables.

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