viernes, noviembre 23, 2007

antes de pinzarlas

Aquí dejo el cuarto ejercicio. Sigo sin poder explicaros qué nos pedían. O este año me están pidiendo cosas demasiado raras o soy yo, que las complico. Se trataba de mostrar un paso del tiempo a través de objetos, sensaciones, etc. Yo he acabado haciendo un flashback en toda regla y todos tan contentos. A ver si me van a catear al final.
Aquí va. A la de una, a la de dos y aladeee

La pinza y el leñador.
Cuando llego a su casa, mi abuela está tendiendo la ropa.
Todavía utiliza esas pinzas, esas que compró el día que aprendí a atarme los cordones. Siempre se lo digo y ella me dice que cómo me puedo acordar de ese día. Yo le respondo que hay días que, por mucho que te esfuerces, no se olvidan nunca. Y ese día, por la mañana, acompañé a mi abuela a la mercería y, por la tarde, me enseñó a atarme los cordones. Han pasado ya casi veinte años y sigue utilizando las mismas pinzas.
También recuerdo que, de vuelta a casa, me compró un muñeco Playmobil vestido de leñador con el que sólo jugué una vez. Luego desapareció.
Yo de pequeño quería ser leñador. Hoy no sabría decir por qué, cosas de niños, pero cuando pasé por delante del escaparate y vi aquel muñeco, con su hacha y su camisa de cuadros, me quedé inmóvil y señalé hacia el cristal. Mi abuela se detuvo al ver que me había parado y me preguntó si me pasaba algo. Entonces siguió la dirección que señalaba mi pequeño índice y sonrió.
Ya en casa abrí la caja y jugué haciendo ver que cortaba palillos y los amontonaba formando leña. Luego, cuando empezaba a oscurecer, mi abuela me dijo que íbamos a jugar a atarnos los cordones. Al principio me costó un poco y quise rendirme, pero una vez conseguí atar uno, no quise parar en toda la tarde. Descordé mis zapatos unas treinta veces, para volverlos a atar otras tantas. Luego hice lo mismo con los de mi abuela y, más tarde, con los de la vecina que venía a visitarla a veces. Estaba en trance.
Recuerdo aquella tarde como un acontecimiento importante.
Pero quizá también la recuerdo porque al volver a mi habitación, ya de noche, el Playmobil leñador no aparecía por ningún sitio. Mi abuela me dijo que no tenía que preocuparme, que ya aparecería. Lo que no se llevan los ladrones, aparece por los rincones, decía.
Pero el juguete no apareció. Y nunca más lo volví a ver. Fue algo extraño. La caja abierta todavía estaba ahí, encima de la cama. Pero el leñador había desaparecido sin dejar rastro. Pensé que se había puesto triste por no prestarle atención y dedicarme a atar zapatos durante toda la tarde. Ahora pienso que se debió extraviar entre la ropa que mi abuela tenía amontonada encima de la cama. Quizá fue eso. Y luego se caería por alguna rendija o se metería debajo de cualquiera de los inmensos armarios del salón.
Mi abuela me pregunta si quiero desayunar algo. La miro antes de contestar. Sólo le quedan dos toallas por tender. Las sacude antes de pinzarlas. Le digo que ahora desayunaré con ella, que no se preocupe. Entonces me asomo por la ventana, a su lado, y miro el paisaje. Antes había árboles, ahora pisos. A mi abuela se le escapa una pinza que cae al vacío antes de aterrizar en el patio interior, el cementerio de pinzas, como lo llama ella. Me fijo dónde ha caído y, al lado, veo una figurita, polvorienta, de la que todavía se puede adivinar una camisa de cuadros y un hacha en la mano. Era la última pinza, dice mi abuela. Yo le digo que no importa, que luego saldremos a comprar más.
Acompaño a mi abuela a la cocina dejando que se ayude con mi brazo. Luego nos sentamos y desayunamos como reyes.
Las tostadas están crujientes.
El sol ilumina mis zapatos.
Los cordones están bien atados.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

espero que te aprueben porque a mi me ha gustado y mucho :)

Anónimo dijo...

qué guay...