miércoles, noviembre 14, 2007

en su boca, sal

Aquí os dejo con el tercer ejercicio. No sé explicaros lo que nos pidieron. Creo que la he cagado. Ahí va.

El mar borró tu nombre.
Sólo Marcus Green sabe por qué se lanzó al mar. Pero ese acto, esa fracción de segundo, le convirtió en la persona que ahora es.
Cuando embarcó en el crucero, Marcus estaba viviendo la etapa más brillante de su vida, en todos los sentidos.
Fue en junio. El barco zarpaba mientras él veía alejarse el puerto, la ciudad, las montañas, todo lo sólido. Por la noche, solo, en la cubierta, gritó de alegría.
Cada mañana, Marcus se recostaba en la baranda de estribor y contemplaba el mar. Concentrada la vista, las olas desaparecían, y con ellas el barco y todo lo que le rodeaba, quedándose solo en la inmensidad.
Una noche, después de cenar, cuando todo el mundo se distraía bailando al son de la orquesta, Marcus cogió un chaleco salvavidas y se lanzó al mar oscuro. Nadie vio nada. Ahora flotaba en un océano. El barco se alejaba y con él su música y sus luces y todo lo sólido. Al principio estaba feliz. Pasados unos minutos le invadió el terror. ¿Por qué he hecho esto? Las olas lo balanceaban a su antojo. El mar, aun en calma, se movía mucho más de lo que había imaginado desde cubierta. Fue este balanceo lo que le durmió.
Le despertaron los primeros rayos de sol. Miró a su alrededor. Todo era azul. Quizá demasiado. En su boca, sal. Y en su nariz y en sus manos y en su todo. Algo rozó su pie izquierdo, luego el derecho y luego de nuevo el izquierdo. Se incorporó y miró, pero no vio nada. Algunas gaviotas sobrevolando su cabeza. Introdujo su mano en el bolsillo del pantalón y sacó un caramelo, perdido y mojado, como todo ahora. Cerró los ojos, saboreándolo. Luego pensó en su vida, en qué día sería. Y más tarde la noche, implacable, oscura y helada.
Algo golpeó su cabeza. Se volvió asustado y alargó los brazos para protegerse. Sin luna, la oscuridad no le dejaba ver ni sus manos. Tanteó la estructura de madera. Parecía una barca, era una barca. Gritó ¿hay alguien ahí? pero no hubo respuesta. Golpeó con los nudillos la madera mojada. Nada. Ya dentro de la barca se despojó del chaleco. Se acurrucó y lloró y se durmió.
Cuando la mañana lo despertó, sus ropas se habían secado. Dentro de la barca no había nada, sólo maderas viejas. Quizá pasó allí cinco días. Al sexto, un barco pesquero hizo sonar su bocina.
Un joven le ayudó a subir a cubierta. Le dieron de comer y lo abrigaron. Con gestos, le preguntaron qué le había pasado, cómo había llegado hasta ahí, de dónde era, cuánto tiempo llevaba a la deriva. Se inventó las respuestas.
Ya en tierra firme, los pescadores se despidieron del extraño náufrago. Comprobó que no estaba en su ciudad, ni siquiera en su país. Quizá no estaba ni en su mundo. ¿Cuál era su mundo, ahora?
Leyó letreros sin entenderlos, escuchó voces extrañas, vagando por las calles de esa ciudad pesquera. Por la noche se metió en una cafetería. Pidió un vaso de leche señalando la botella que la camarera tenía a su espalda. Luego se sentó y miró la televisión que colgaba en la esquina. Vio imágenes sin mirarlas, oyó las voces sin escucharlas. Su cuerpo continuaba balanceándose, sentado en la silla.
Más tarde se quedó dormido, la cabeza entre sus brazos, encima de la mesa.
Y soñó.

1 comentario:

Anónimo dijo...

no sé qué te pedían... pero a mí me gusta.