miércoles, julio 16, 2008

langostas bañadas en ron

Hubo un tiempo en que siempre que iba a una librería (h)ojeaba unos libritos de Cortázar en dos volúmenes titulados La vuelta al día en ochenta mundos, unos libritos reeditados en 2006 en un formato incluso comestible, incluso, si me apuras, si me excitas, follable, a ese tipo de formato me refiero.

La cuestión es que iba yo a las librerías y buscaba la C y luego la Co y luego veía estos libritos y pinzaba siempre el negro, el tomo II, no sé por qué pero así era, así es, mi delicado índice y su amigo gordinflón pulgar, mi Quijote y Sancho de la mano derecha, siempre juntos, pinzaban el tomo II de La vuelta al día en ochenta mundos y luego lo abría siempre por la misma página, desde el primer día por la misma página, hasta hoy por la misma página.

Decidí comprarme los dos tomos de La vuelta al día en ochenta mundos porque pensé que se necesitarían mutuamente, por las noches, mutuamente, uno sin el otro no los concebía yo, por las noches, mutuamente.
Así que ahora tengo los dos volúmenes y el tomo II, el negro, lo sigo abriendo por la misma página y ya es algo inevitable porque incluso dejado encima de una mesa, incluso de una cama, incluso de una sartén se abre el tomo II por la misma página, ya por inercia, ya por una especie de magia cósmica, como si esto fuera una película de brujería de serie B y el libro me quisiera decir algo.

La vuelta al día en ochenta mundos se compone de pequeños textos formando un collage variado,
A: si no no sería un collage, idiota, borra lo de variado.
B: déjalo, queda bien, aparenta bien.
impresiones, críticas de libros, de personajes, de conciertos, cosas que se le pasaban por la cabeza y por los dedos al Julio.
Mira, para que te hagas una idea, si Cortázar hubiera tenido un blog, estos libritos serían una recopilación de los mejores textos.
Nadie te lo podrá resumir mejor de lo que lo he hecho ahora mismo yo.

La cuestión es que el tomo II se me abría por la página donde Cortázar escribe la crónica de un concierto de Thelonious Monk en Ginebra en marzo del 66.

Es la mejor crónica de un concierto que he leído.
Sobre todo, porque apenas habla del concierto.
Y esa debe ser la esencia, ese el objetivo a cumplir, ese el final.
Hablar de algo sin hablar de eso.

La otra cuestión es que cada vez que leía, que he leído esa crónica, he soñado con el concierto de Monk, que yo estaba allí, en un bar lleno de humo y columnas que dificultaban la visión y hacían que me cambiase de sitio una y otra vez hasta encontrar el ángulo perfecto, ese desde donde ver los dedos del gigante caer rodando sobre el marfil. Pero siempre me despertaba o cambiaba de sueño, que es lo mismo, justo antes de que el músico saliera a escena.

Mira a Cortázar:
[...]Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta su instrumento y lo sondea, brevemente la escobilla recorre el aire del timbal como un escalofrío, y desde el fondo, dando una vuelta por completo innecesaria, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada era una lenta muerte de jardinero. Cuando Thelonious se sienta al piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño exacto del alivio [...]

¿Qué te ha parecido?
A mí se me pone dura cada vez que leo esta crónica, que cojo el libro con la zurda y todo.

El lunes, anteayer, a las 21:00, sentado en una butaca del Auditori, pensaba, recordaba yo esta crónica, ereccionándome y disimulando con un cruzado de piernas tan doloroso como patético. Recordaba la crónica del Cortázar y cogía una a una las palabras y casi todas coincidían conmigo entonces, el lunes, anteayer.

Miraba a mi alrededor y veía gente y gente llegar y sentarse nerviosa en sus butacas.
A mi alrededor, con la espalda pegada a la pared, fotógrafos con zooms no baratos preparaban el arma con una mezcla de parsimonia y ansiedad, como el cazador que sabe, porque lo ha soñado, que esa noche cazará al oso que mató a su hija.
Aquí y allá, esparcidos meticulosamente por la sala, en las puertas, en los accesos, miembros de seguridad, chicos de no más de veinticinco años, posiblemente todos miembros del mismo equipo de kickboxing, chicos fuertes con gomina y los cartílagos de las orejas destrozados que en lo único que pensaban era en la próxima velada en ese polideportivo de extrarradio que nunca ha pasado una inspección de sanidad.
Estos chicos no sabían a quién estaban a punto de ver.
Dios santo, nadie sabía a quién estaba a punto de ver.

Con un retraso propio de la ciudad donde vivo, vivimos, donde pocas cosas se toman en serio, las luces se van apagando, como si se hiciera de noche de pronto y entonces salieran los trasgos y los demonios del bosque a invadirlo todo, y las luces apagadas actúan de resortes en todos y cada uno de nosotros, todos de pie, porque va a suceder, un meteorito va a caer sobre la tierra, sobre nosotros, que lo sabemos pero sonreímos porque no hay otra cosa que hacer cuando las luces se apagan, se hace de noche y un meteorito se acerca.
Si hemos de morir, que sea sonriendo.

Allí en el escenario aparece un vagabundo que se agarra al micro como quien se apoya en la barra de un bar, de su bar, como quien sabe que ahora el mundo, nuestro mundo, es suyo.

Tom Waits no es humano. Es una especie de monstruo nacido de la tierra, una raíz con forma humana, el tronco de un árbol centenario y vagabundo al que se le ha dado el don de comunicarse con la gente.
Y allí estamos nosotros, contemplando a esta maravilla de la naturaleza que golpea el suelo con fuerza y hace levantar nubes de polvo venido de otras épocas.

De su garganta salen plagas de langostas bañadas en ron que se nos cuelan en la ropa, se nos meten en la nariz, las orejas, los ojos, pero nosotros no podemos hacer otra cosa.
La tierra se abre en dos, una roca se parte en mil pedazos y el vagabundo la escupe con fuerza y luego se limpia con la manga.
Ríe como una serpiente justo antes de atacar o de morir, se mueve como un predicador loco al que le hubiesen dicho esta es tu última oportunidad de captar fieles.
Luego se sienta al piano, un borracho sentado ante un piano de cola cantándonos su vida, diciéndonos al oído que todos somos inocentes cuando dormimos.

La vida tiene cosas buenas, cosas que te hacen gritar y luego preguntarte ¿ese grito he sido yo? Sí, ese grito eres tú cuando Tom Waits extiende los brazos y mueve los dedos como queriendo despertarlos, como si quisiera mover millones de hilos imaginarios y así hacer bailar a millones de marionetas imaginarias que corren entre las butacas y hacen que sigamos el ritmo con los pies, hacen que pisemos los hilos sin querer, aunque nada importa ahora.

La gente se balanceaba como niños que descubren la masturbación, la gente quiere abrazarse como se abrazan las gentes después de una desgracia, con la misma extraña alegría de la salvación, del encuentro con el yo.

Durante más de dos horas un tronco con sombrero empapó su americana hasta mutarla completamente de color, la serpiente se dejó la piel en el escenario, curando sus heridas, se fue por donde llegó, escondiéndose de nuevo bajo la tierra, y nos dejó con la sensación de haber presenciado algo único y, por tanto, irrepetible.

Una estrella fugaz cruza el cielo negro y tú estás precisamente mirando esa parcela de cielo negro, quizá por casualidad, quizá porque sabías que en algún momento esto pasaría, y allí estás tú, mirando el recorrido de esta estrella, un segundo, puede que dos, y cuando ya ha pasado, el cielo negro de nuevo, alguien a tu lado dice ¿sabes que esto ha pasado hace millones de años?


Y eso fue el concierto de Tom Waits el lunes, anteayer.


Algo que pasó hace millones de años.

1 comentario:

S. dijo...

Si es que me dan ganas de hacerme fan hasta a mí :)