martes, enero 22, 2008

que para eso pagas

Aquí te dejo dos ejercicios. Uno que no hice para la semana pasada y el de ésta.
El primero consistía en plagiar un cuento de Max Aub titulado La gabardina. Se ha hecho lo que se ha podido.
En el segundo, el de esta semana, se trataba de usar mitos para fabricar el relato. Podías desmitificarlos, mitificarlos más aún, tratarlos de tú o de usted, podías hacer lo que te diese la gana, que para eso pagas.
Casualmente, hace un tiempo escribí unas tonterías basándome en mitos. Las reuní dentro de la etiqueta Mitos venidos a menos (te la dejo en este post para que la cliques y los leas; significará que tienes poca faena). Pues eso, que he ampliado una historieta de esas hasta llenar una cara de DinA4, que es lo que nos piden.
Ahí van.


Seis botones grises

Alfred vivía en Portland y coleccionaba botones.
Viajaba solo por todo el mundo comprándolos en cada una de las ciudades que visitaba.
Era su vida.
Había comprado botones en la mayoría de mercados de las principales ciudades europeas. Algunos amigos decían que ni él mismo sabía cuántos tenía.
Y estuvo comprando botones hasta su último viaje, a Barcelona, donde encontró seis grandes botones grises pertenecientes a una antigua gabardina.
Eso fue lo que le dijo Arturo, un vendedor del mercado de Els Encants, un anciano encantador que regentaba una mesa donde también había algunos libros y fotos y postales antiguas a la venta. Alfred le compró los seis botones, un libro de cuentos y una foto donde aparecía una joven sonriente. Le gustará, le dijo el anciano señalando el libro que se llevaba. Alfred agradeció con la cabeza la recomendación y se fue.
Días más tarde volvió a Portland y ya nunca más volvió a salir de viaje.
Sus amigos se preocuparon por él. Iban a visitarlo y le preguntaban dónde iría el próximo viaje. Él les contestaba lo mismo siempre: a ningún sitio.
Un extraño desánimo se apoderó de él.
Una mañana de domingo Alfred cogió de la estantería el libro que había comprado en Barcelona. Entre sus páginas había guardado cuidadosamente la foto de la muchacha. Abrió el libro por la página que marcaba la fotografía y empezó a leer un cuento titulado La gabardina. A medida que iba leyendo la historia un sudor frío recorría su espalda. Había dejado la fotografía a su lado, en el sofá. De soslayo creyó ver cómo la imagen se movía. Continuó leyendo sin darle más importancia, quiso pensar en algún reflejo que se colaba por la ventana. Cuando terminó la lectura, cerró el libro con parsimonia y respiró hondo. Esa historia le había dejado una sensación de bruma que envolvía todo lo que miraba.
Fue al lavabo y se echó agua en la cara y luego se pasó la palma mojada por la nuca. Al volver al sofá, cogió la fotografía y vio cómo la joven caminaba hacia el fondo de ésta, llevando ahora sobre sus hombros una gabardina gris. Alfred contemplaba la escena esperando despertar en cualquier momento. Se quedó inmóvil, mirando a la joven alejarse hasta desparecer en el horizonte de la imagen.
Lo que tenía ahora entre sus dedos era la imagen de un paisaje sin ningún sentido.
Sostuvo la fotografía entre sus dedos, mirándola fijamente, como si pudiese hacer volver a la joven protagonista. Pero allí nada se movió.
Horas más tarde, cuando ya se había cansado de esperar, se levantó y fue hacia los cajones donde guardaba los botones que había ido comprando durante tantos años.
Buscó los seis botones grises que compró junto al libro y la fotografía.
Los estuvo buscando durante toda la noche.



Manchas blancas

Son las ocho de la mañana y Hefesto se abrocha el tercer botón de la camisa dejando sin abotonar, como siempre, otros tres botones para que el colgante de oro en forma de martillo luzca en su pecho. Coge las llaves del coche y besa en la frente a su mujer, Afrodita, que duerme plácidamente en la cama, aunque ese beso ya no representa la ternura de hace años.
Hefesto conduce hacia la joyería donde trabaja, a las afueras de Omaha, Nebraska.
Hace un mes contrató a un detective privado porque desconfiaba de su mujer. De hecho, siempre ha tenido la sensación de que Afrodita le engaña con otro hombre, que nunca ha sido una mujer muy transparente. Por eso Hefesto se puso en contacto con Helios’ Detectives, una compañía de detectives privados que acaban de instalar cámaras ocultas por toda su casa.
Por ahora no han descubierto nada fuera de lo normal. En las imágenes grabadas que ha podido revisar Hefesto durante alguna reunión con Helios se ve a Afrodita paseando por el salón, pintándose las uñas de los pies, viendo la tele, bañándose en la piscina. Nada raro. Pero hoy, cuando Hefesto ya está a punto de tomar la última rotonda hacia su joyería, recibe una llamada al móvil. Helio, lee en la pantalla. Aparca encima de la acera y apaga el motor.
- Hefesto, buenos días. Bueno, no sé si tan buenos, creo que no son buenas noticias. Acabo de ver a un tipo entrando en tu casa. No le he podido ver la cara, joder, estas putas cámaras son las más baratas del mercado, tío, la cosa no está muy boyante, ya lo sabes, pero bueno, que he visto a un tipejo entrar en tu casa. Ha sido tu mujer la que le ha abierto la puerta.
-¿Y no has podido ver quién era? Joder, tío, ¿para qué coño te estoy pagando? Pero bueno, dime, dime al menos qué coño están haciendo ahora.
- Pues ahora el tipo la abraza por la cintura y caminan hacia el salón. Él se sienta en el sofá. Ella camina hacia la cocina, no, espera, va hacia el dormitorio, abre un cajón de la mesita de noche y saca algo, creo que son condones, tío, joder, no quiero seguir contándote esto, tío. Ve para allá.
- ¡Cállate, joder!, ¿qué más hacen? ¿Puedes verle la cara a ese cabrón ya? ¿No tienes zoom?
- No tío, está estropeado, lo instalamos demasiado rápido, tío, no...
- ¡Calla y dime qué más hacen!
- Tu mujer ha traído unas copas al sofá, se ha sentado en sus piernas, joder tío, no me hagas seguir con esto.
-Está bien, joder, voy para allá.
Hefesto da media vuelta en la rotonda y conduce ahora camino a casa. Se pregunta quién puede ser ese hombre, qué es lo que ha hecho mal en su matrimonio.
Mira su reloj. Ya debería estar abriendo la tienda. Pero hoy será un día extraño, un día de dolor, un día de aquellos, supone, que recordará toda su vida.
En un semáforo en rojo se mira las uñas.
Algunas tienen manchas blancas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡¿quién era él?!

diego dijo...

Ares