Los hechos sucedieron a finales de 1954, en una granja de Blairstown. Aquel había sido un mal año para el viejo McCullers debido a una plaga de ratas. Nadie recordaba algo parecido, ni siquiera el abuelo Sam, que decía haberlo vivido todo en esta vida. Las ratas habían acabado con cosechas enteras y devoraban la comida de los animales, que morían de hambre. La desgracia había llegado en forma de plaga bíblica a este pequeño pueblo del sur de Kansas. Los pocos habitantes que quedaban emigraron a la capital en busca de una nueva vida, dejando sus casas y granjas, ya vacías.
Todos excepto el viejo McCullers, el viejo solitario McCullers, sin nadie que le esperase, a ningún sitio a donde ir. Con una docena de gallinas aún vivas y una vaca que sobrevivía nadie sabe cómo, el viejo malvivía en su granja, maldiciendo a las ratas y a la soledad de aquel pueblo fantasma.
Una madrugada, huyendo de unos bandidos que lo confundieron, el joven médico Pearson golpeó insistentemente a la puerta de McCullers. El viejo abrió, escopeta en mano. El joven le explicó la situación y le pidió cobijo. A cambio, le ofreció unas monedas de oro que guardaba en sus botas. El viejo le dejó pasar. A la mañana siguiente, Pearson le agradeció a McCullers su hospitalidad mientras el viejo gruñía un no hay de qué que se mezcló con el polvo y la madera de la vieja casa. El joven se extrañó de que sólo viviese él en aquel pueblo y entonces el viejo le explicó lo sucedido mientras comían un mendrugo y un huevo. Cuando McCullers acabó de contarle la historia a Pearson, éste le dijo “sé cómo acabar con ellas”. El viejo se rió más de lo que se había reído en los últimos veinte años. Mientras, el joven médico lo miraba extrañado, impaciente por que aquel viejo acabase ya de reírse de algo que no hacía tanta gracia. “Señor McCullers, en treinta días habré acabado con todas las ratas. Dice usted que son más de un millar, bien, sólo necesitaré cinco kilos de maíz y un kilo de veneno. Sé dónde conseguirlo, no se preocupe, déjemelo todo a mí”. El viejo no paraba de reírse. “¿Veneno?. ¡Es verdad! ¡Nadie ha intentado eso todavía, muy avispado es usted!. ¡Venga jovencito, no quiero perder el tiempo! ¿Usted cree que esas ratas son tontas? Le pueden leer a uno el pensamiento, chico, conocen el veneno como a sus crías. ¿Saben lo que hacen esos demonios? Son como un ejército de diablos, las crías más jóvenes son las primeras que salen a comer lo que sea. Si esa cría muere, el resto sabe que aquello era veneno. Ya se lo he dicho, jovencito, no me haga perder el tiempo y no lo pierda usted. No hay nada que hacer”.
Esa misma tarde, Pearson caminó hasta Garden City para comprar los cinco kilos de maíz y el kilo de veneno. El joven volvió al anochecer. El viejo le indicó donde estaba el granero y se fue a dormir. Pearson cogió un buen montón de maíz y se dirigió hacia allí. Cuando abrió la puerta y encendió la luz, pudo ver como centenares de ratas corrían a esconderse y desaparecían como sombras en la noche. El joven caminó unos pasos hacia dentro y esparció por el suelo el maíz que llevaba. Dio media vuelta, apagó la luz, cerró la puerta y se fue. Miró su reloj, eran las once de la noche.
Y así fueron pasando los días. Por la mañana, antes de nada, Pearson se acercaba al viejo granero para confirmar que las ratas se hubiesen comido todo el maíz, luego barría y limpiaba la vieja casa y ayudaba al viejo en las pocas tareas que podía realizar. Por la tarde jugaban a las cartas y por la noche, siempre a la misma hora, el joven esparcía un buen puñado de maíz dentro de la granja.
Pasaron dos semanas y el viejo empezó a impacientarse. “No creo que el maíz las mate algún día. Debería probar ya con el veneno”. El joven Pearson le pidió que no se preocupase, que él sabía lo que estaba haciendo. Aunque tratándose de ratas, el comportamiento era siempre imprevisible, pensó.
Pero una noche sucedió lo que Pearson estaba esperando.
1 comentario:
me ha gustado! quiero más...
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