A las once, como cada noche hacía ya veinte días, el joven abrió la puerta de la granja y encendió la luz. Allí estaban, un centenar de ratas, esperando su comida. Se acercó a ellas con una bolsa de maíz y las ratas retrocedieron a la vez pero no se escondieron. Estaban nerviosas y él también: nunca había visto tantas ratas juntas. Abrió la bolsa y esparció el maíz por el suelo. Las ratas se abalanzaron a por la comida. Él siguió su ritual: apagó la luz, cerró la puerta y se fue. Y así fue pasando una semana en la que Pearson no le contó nada de esto al viejo McCullers.
La noche veinticinco, las ratas ya se le acercaban a los pies y él pudo agacharse y acariciarlas mientras esparcía el maíz. Cada noche eran más, no se atrevió a calcular cuántas podía llegar a haber.
El último día que Pearson se había fijado para acabar con la plaga amaneció con un sol radiante. Era domingo. El viejo McCullers estaba sentado en su mecedora, golpeando el suelo de madera con su bastón. “Jovencito, me parece que se le acaba el tiempo. Creo que hoy es su último día, ¿no? ¿Aún no ha desistido?”. Pearson sonrió y respondió con confianza “hoy es el día”. El viejo miró al horizonte y murmuró “jóvenes locos”.
Ya no quedaba maíz. Los cuatro kilos habían sido devorados en cuatro semanas por ese ejército de diablos.
Por la tarde, Pearson abrió el saco de veneno para comprobar su estado. Observó que los granos eran muy similares al maíz, casi del mismo tamaño, aunque no del mismo color.
A las once de la noche, el joven abrió la puerta del granero y encendió la luz. Miles de ratas alborotadas le estaban esperando. Él cargaba una pequeña carretilla donde llevaba el saco de veneno. Las ratas acudían a sus pies, él intentaba no pisarlas, a duras penas podía avanzar. Una vez en el centro de la granja miró a su alrededor: todo eran ratas. No se distinguían las paredes, ni mucho menos el suelo. Por las vigas del techo también oía corretear a cientos de ellas, algunas caían pero, amortiguadas por el resto, volvían a incorporarse y trepar de nuevo a las vigas. Estuvo quieto en medio de aquel granero durante unos minutos, observando la locura a su alrededor. Pearson acariciaba a una rata que había trepado hasta su hombro y olisqueaba su barba. La cogió entre sus manos y la depositó en el suelo. La rata desapareció entre las demás, como un grano de arena en el desierto. Abrió de nuevo el saco, introdujo sus manos en los granos de veneno y empezó a esparcirlos por toda la estancia. El veneno caía encima de las ratas y luego se perdía en el suelo donde era devorado. Era la imagen más atroz que Pearson había visto en su vida: ratas luchando por comer algo que las matará. Así debe ser el fin del mundo, pensó.
Cuando acabó de esparcir todo el saco de veneno, el joven realizó su ritual por última vez: dio media vuelta, apagó la luz, cerró la puerta del granero y se fue.
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