En este bendito centro comercial donde trabajo (sic) hay una mujer que me llama rey.
Se encarga de controlar las máquinas de cambio de monedas, monedas para tener cambio en la caja, creo que me he explicado a la primera; yo voy con un billete de cincuenta (50) euros y vengo con un paquete de veinticinco (25) monedas de dos (2) euros, por ejemplo. Y así con todas las monedas y billetes.
Pues ella está allí, pasando el rato y haciendo sus cosas de mujer que controla las máquinas de cambio.
Tiene un cuarto en el que no ves lo que hace pero ella sí que te ve a ti en cuanto entras porque el sitio está lleno de cámaras. Así que, inmediatamente después de abrir la puerta y entrar, oigo una voz que me dice hola rey.
A veces me hace sentir bien, a veces necesito que me llamen rey y bajo dos o tres veces aunque no necesitemos cambio, sólo para oírlo.
Pero otras preferiría que me llamara por mi nombre.
Porque, excepto si es alguien de tu familia (mi tía me llama rey), cuando alguien te llama rey quiere decir que ha olvidado tu nombre.
Y no hay nada más triste que se olviden de tu nombre.
Bueno, quizá sí que hay algo más triste: que te llamen por otro nombre.
Esto a mí me llena de una tristeza absoluta, que me dejaría caer al suelo, los brazos caídos, la cara caída, los hombros caídos, las rodillas caídas, todo yo caído en el suelo después de escuchar que alguien me llama por un nombre que no es el mío.
Porque no es sólo el hecho de que una persona me llame con otro nombre, es, sobretodo, el tener que decirle que no te llamas así y que tu nombre es tal. Pocas cosas me pueden dar más pereza.
Decir nuestro nombre es extraño, porque no estamos acostumbrados a nombrarnos ya que lo hacen los demás, pero rectificar el nombre que te pone otra persona es de lo más dada.
A mí me ha pasado varias veces a lo largo de mi vida.
Algunas personas me han llamado Sergio.
¿Tiene algún sentido? No, ya te lo digo yo.
El único sentido, si es que se le puede llamar así, es que tanto Diego como Sergio contienen las mismas vocales. ¡Pero ni siquiera en el mismo orden!
Es lo único que se me ocurre.
Y no me vale eso de que es que tienes cara de Sergio porque entonces yo podría decir uy, perdona, pero es que como tienes cara de gilipollas, por eso te he estado llamando Gilipollas todo este tiempo. Perdona, ¿eh?
La cuestión es que yo tampoco me acuerdo del nombre de la mujer que controla las máquinas de cambio y estoy por llamarla reina.
Y entonces seremos los reyes de este bendito centro comercial, reyes sin nombre pero reyes al fin y al cabo, y todo el mundo se girará a nuestro paso, arrodillándose a nuestro paso, inclinándose a nuestro paso, yo cargaré las monedas de vuelta a la tienda y todo el mundo dirá ahí va el rey, de vuelta a la tienda, cargando las monedas y, aunque preferiría que me llamaran por mi nombre, no diré nada, y me despediré de la mujer que controla las máquinas de cambio con una reverencia y un adiós reina y luego, cuando pase el tiempo, sentiré otra vez esa tristeza absoluta, que me dejaría caer al suelo, los brazos caídos, la cara caída, los hombros caídos, las rodillas caídas, todo yo caído en el suelo después de escuchar que alguien se ha olvidado de mi nombre y me llama, por ejemplo, Diego.
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