Si el mapa que tienes en tus manos no es el del país donde estás, no lo dobles y lo vuelvas a guardar en tu mochila por si acaso vas algún día. Simplemente quémalo.
A los veinte años yo era una bola de pinball en descenso directo al agujero, ese espacio estrechito por donde sólo pasa la bola, yo. Un espacio que existe entre dos palancas que se mueven frenéticamente por salvarme y lanzarme hacia arriba y, al menos, conseguir 20 puntos. Pero cuando la succión por el agujero negro era inevitable, cuando de fondo ya se oía un ohhh de pena y de indiferencia a la vez, entonces apareció ella.
Hacia tiempo que la venía observando, me gustaba. Pelo castaño, alta, ojos grandes, tetas perfectas, culo también y, sobretodo, lo que me volvía loco de ella, su acento afrancesado. Era mi mujer ideal, siempre había soñado con ella, siempre la había mirado de lejos sin atreverme a nada. Pero un día ella me miró y me habló y me invitó a subir a su casa. Estuvimos seis años juntos.
Al principio yo no me lo creía. Cómo una chica así se podía fijar en alguien como yo. Pensaba en eso cuando la veía salir de la ducha después de hacer el amor durante horas. Mientras se ponía leche hidratante yo miraba su reflejo en el espejo del lavabo. Se ponía por todo el cuerpo excepto por los pechos, que dejaba para mí. Un patán como yo poniéndole crema hidratante en las tetas a esta modelo de lencería francesa. Un mes antes ni lo podía imaginar. Ni esta situación ni nada que se le acercase. A mi familia les encantaba. Porque era encantadora. Todos querían conocerla, que viniera a cenar a casa o a comer los domingos. Y ella venía, con su sonrisa y sus ojos brillantes. Porque era encantadora.
Ahora el descenso era un ascenso. Mi vida había dado un cambio importante y yo era otro hombre. Y todo gracias a ella.
Pero el tiempo pasa. Nos guste o no, el tiempo pasa. Y decir el tiempo pasa significan muchas cosas, algunas buenas, otras, muchas, malas. Y con el paso del tiempo descubres cosas que pensabas que no existían o, al menos, no ahí. Un tronco de árbol puede ser bellísimo, pero si te acercas y pasas un tiempo observándolo verás hormigas, insectos, larvas, resina y madera podrida. Que también pueden ser cosas bellas, no lo niego, pero ahora ese tronco ya no es lo mismo. Y así con todo.
Una noche no podía dormirme y daba vueltas sin parar en la cama. A mi lado dormía ella, dulce, desnuda, recién duchada, con su olor a crema hidratante. Serían las cuatro de la mañana cuando sucedió. Ella estaba de lado, yo con las manos en la nuca mirando al techo. Entonces se tiró un peo. Un peo sonoro y largo, tan largo que al principio no sabía de dónde venía ese sonido y tan sonoro que pensé que algún vecino se habría despertado. Cuando el ruido cesó, entonces silencio, y luego hedor. Un profundo olor a podrido subió entre las sábanas y se estrelló en mi cara, introduciéndose por mi nariz y haciéndome toser. Ella seguía durmiendo plácidamente a mi lado, ladeada mirando hacia la pared.
Ella seguía a mi lado, sí, pero ya no era la misma persona.
Cómo una chica tan increíble, deseada por todos, con esa cara de ángel, cómo esa chica que representaba la belleza francesa podía tener esa putrefacción en su interior. Por la mañana me desperté con ella durmiendo abrazada a mi pecho. Con disimulo la aparté de mi cuerpo y me fui a duchar.
Fue a partir de ese día que me empecé a fijar en detalles en los que nunca me fijaba. Y quizá era porque no existían antes. Me quedaba muchas noches despierto a su lado para ver si seguía tirándose peos mientras pensaba que yo estaba durmiendo, la escuchaba cuando iba al lavabo y podía oír el cloc-clac de su caca al caer, me molestaban algunos pelos de su sobaco que antes ni siquiera había notado, descubría granos en su cara incluso antes de que le salieran.
Y todo lo que antes me excitaba de ella, ahora me producía repulsión. Ya no le untaba los pechos con crema hidratante poniéndole cualquier excusa que nadie creería; ya no hacíamos tanto el amor y, cuando lo hacíamos, ya no me excitaba su voz afrancesada susurrándome al oído “fóllame”; ya no íbamos a comer a casa de mis padres, ni salíamos a ningún sitio y empezamos a comer siempre lo mismo.
Habían pasado ya seis años desde que la conocí. Aquella francesita que me invitó a su casa ahora, sin decírmelo, me invitaba a salir. O quizá no, quizá ella seguía queriéndome, seguía siendo la misma persona, quizá fui yo quien se autoexpulsó, un jugador de fútbol escupiéndole al árbitro en la cara.
Y me fui. Y así acabó todo. Así acabó mi estancia de seis años en unos centros comerciales. Ahora a la francesita se la estarán follando otros. Espero que no se queden despiertos.
De esos seis años me quedo con la gente que he conocido y que son las personas a las que más quiero en este momento, después de mi familia.
Ya sabéis quienes sois.
El resto, por mi parte, puede arder en el infierno.
3 comentarios:
Pero bueno, qué mente sucia la tuya, en todos los sentidos :P Sobre la francesita, como reza el dicho, todas unas putas. La pena es que siempre encontrará a alguien encantado de revolcarse con ella :( Qué injusto, ¿no?
Me ha encantado.
Porque en el fondo todo es cierto.
El gran problema de la idealización...
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