sábado, abril 26, 2008

nos los achina

Ayer estábamos viendo Callejeros, uno de esos programas de periodismo callejero (no sé si existe este término, me da igual, absolutamente), amado por los yonkis que siempre tienen su minuto de gloria, odiado por las prostitutas, que no quieren ni un minuto de gloria en la tele excepto en el programa del Cantizano, ayer estábamos viendo ese programa, decía, después de cenar arroz a la cubana.
Vimos el que iba sobre la vida de los camioneros.
La periodista, acompañada por un cámara y un spray anti violación, iba pidiendo si los podían llevar con ellos de ruta mientras les hacían preguntas sobre su vida. Todos decían que sí, porque todos los camioneros son simpáticos, y la periodista y el cámara se patearon, se camionearon Spain en un plis plas, lo que dura el programa.

Los camioneros enseñaban la cabina. Decían cosas como Aquí duermo, o Esto lo tengo para defenderme por si entran a robarme, o Esto es un portátil para ver pelis, o Mi familia es lo que más echo de menos, o Te ganas bien la vida pero es muy solitario. Cosas así, de camioneros. En una de las veces que un camionero enseñó su habitáculo, la cama aún deshecha y todo por ahí puesto de cualquier manera, qué esperabas, en una de las veces, digo, Sheila me dijo Puedo oler la peste desde aquí.

¿Por qué me dijo eso Sheila?
Porque era verdad.
Podías oler el interior de la cabina sólo con mirarla.
Seguro que te ha pasado alguna vez. Un sentido se despierta cuando menos te lo esperas.

A mí me pasa algunas veces. Por ejemplo, cuando veo a Jennifer Love Hewitt, ah, Jennifer, me viene olor a champú, porque no puede oler a otra cosa esa chica, o cuando veo el interior de una mezquita, con todos aquellos señores rezando descalzos, me viene olor a pies, porque no puede oler a otra cosa ese sitio, no puede oler a jazmín, ni a tea shop, qué quieres que te diga, igual que cuando ves el vestuario con un equipo celebrando la victoria: eso huele a sudor y a champán, no hay más misterio.

El olor es algo físico, más que el sabor pero menos que el sonido, aunque un sonido te pueda dañar físicamente y un olor no. Bueno, un olor desagradable te puede hacer vomitar y, por tanto, dañar tu estómago, tu laringe.
Aunque también un olor agradable puede hacer que cierres los ojos de placer y tropieces mientras caminas y te hagas un esguince y que este esguince nunca se te acabe de curar y acabes cojo para toda la vida. ¿Y qué te pasó, por qué cojeas?, y tú Cerré los ojos cuando pasaba por delante de una panadería. Suena un poco a personaje de Amélie. Estoy a punto de borrarlo.

Un buen olor nos relaja, nos hace cerrar los ojos. En cambio, un mal olor nos pone de mal humor y sólo nos los achina.
Por tanto, estamos más atractivos cuando un buen olor llega a nuestras fosas nasales.
Alguien está más guapo cuando huele bien. Aunque si eres feo y hueles bien simplemente serás un feo que huele bien.

Normalmente, cuando olemos algo agradable aspiramos profundamente para que este olor penetre en nosotros, queremos quedarnos con ese olor el máximo tiempo posible.
Lo contrario pasa con un olor repugnante. Respiramos menos delante de él, normalmente utilizamos la boca, para que pase lo menos posible por nuestras fosas nasales, y deseamos que desaparezca lo antes posible.
Pero un mal olor tarda más en desaparecer que uno bueno, no hay nada que hacer. O quizá no, quizá nosotros nos acostumbramos al buen olor y éste parece desaparecer aunque permanezca ahí, y en cambio no nos llegamos a acostumbrar a un mal olor. En fin.

Queremos que un buen olor se mantenga, como un animal de compañía que nos alegra tanto la vida, y cerramos puertas y ventanas para que esté con nosotros. En cambio un mal olor es una rata que entra por la ventana en verano: dejamos esa ventana abierta para que salga por donde entró, mientras que nosotros desaparecemos rápidamente de ahí.

Este post no lleva a ningún sitio. Te has dado cuenta, ¿no?
Si esperabas que acabase con un final de lazo y regalo, no va a ser posible.
Computer says no.
Este post simplemente es un post de sábado en un centro comercial después de viajar en autobús al lado de un hombre al que le olían los pies.
A mí me molestan las personas que huelen mal. Me molestan más que las que hablan chillando o las que llevan el móvil con la música a toda ostia, más que los motoristas que pasan justo cuando el Dr. House acaba de decir algo gracioso.
A mí un día un gilipollas me dijo que si podía bajar el volumen del iPod, que le molestaba el silbidito ese que se podía oír. Le dije que sí y no lo bajé, claro, sólo faltaba. No molestaba en absoluto. Además, ¡íbamos en tren, joder! ¿Acaso no te molestan el traquetreo de las putas ruedas por los raíles o la puta música clásica que ponen?
Todo esto viene porque alguien te puede decir que bajes el volumen de los auriculares y en cambio no se puede decir Huele usted a pelea de perros enfermos y llevaré este puto olor todo el día conmigo por su culpa.
La cuestión es que llevo el olor metido en la parte baja del cerebro, o donde coño se metan los recuerdos, en los bolsillos, en las orejas, en los lagrimales, ese olor a pies habita ahora mismo en mi cabeza, entre mis pelos, asomando de vez en cuando y cayendo delante de mis ojos, como un aura verde azulada que se suicida y que yo aspiro antes de que toque el suelo, salvándola, introduciéndola de nuevo en mí, distribuyéndola por los poros de mi piel y dejando que brote de nuevo al exterior, para volver a suicidarse de manera infinita.
Como un mito a lo largo de la historia.

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