martes, noviembre 21, 2006
ejercicio 3.2
Me levanto de madrugada porque tengo sed. Todos duermen. Voy a la cocina, lleno un vaso de agua y me siento a la mesa. Quiero disfrutar de este vaso porque presiento que va a ser el último. No puedo aguantar más esta situación. He soportado mucho, he luchado con todas mis fuerzas por mantener todo esto unido, pero ahora veo que ya nada vale la pena. Tantos años luchando. Para nada. Cómo es posible. No puede ser. Qué es lo que he hecho mal. No lo sé, pero algo. O quizá no. Tengo frío y me duele el cuello. Me levanto y voy al sofá. Enciendo la lamparita y sigo disfrutando de mi vaso de agua. Estoy agotada pero no puedo dormirme. Me ha parecido ver a mi hijo mirándome desde la puerta de la cocina. Será el cansancio que me está jugando una mala pasada. Además, él siempre se duerme enseguida. Y nunca haría eso. No puede ser. Tú me entiendes lo que quiero decir, no, no me refiero a eso, me refiero a todo lo demás, todo lo que ha pasado hasta hoy, tú lo has visto, yo no aguanto más todo esto. Me levanto y me asomo a la ventana, pero hace demasiado frío y la vuelvo a cerrar. La luz me molesta y apago la lamparita. Camino alrededor de la mesa porque es lo que más me gusta. Me recuerda a cuando era pequeña y pasaba horas y horas dando vueltas a la mesa del comedor de mi abuela. Aquella mesa tan grande entonces, tan pequeña ahora. Soy feliz mientras doy vueltas a la mesa, me olvido de mis problemas, por muy graves que sean. Provoco un remolino en el centro de la mesa y por ahí se van. Y cuanto más rápido voy, más fuerte es el remolino y más grandes pueden ser los problemas que trague. Pero estoy cansada y me empiezo a marear. Además me estoy dando golpes con las patas de las sillas. Oigo pasos por el pasillo pero supongo que serán del vecino de arriba. Daré unas cuantas vueltas más y pararé. De todas formas, este problema no hay remolino que se lo lleve. Nunca. Todo acabará esta noche. Ya no me importa nada, no siento pena por nadie porque nadie la ha sentido por mí. Paro de dar vueltas y me quedo unos minutos de pie mirando al suelo. Voy a la cocina y cojo las llaves de la caja donde guardo la pistola. La historia de esta pistola es tan oscura como el agujero de su cañón. Miro por él y no sé qué espero ver. Supongo que la solución a todo esto. Pero ahí no se ve nada. Dejo la pistola encima de la mesa de la cocina y me siento de nuevo en una silla. Entonces oigo que mi marido se levanta y escondo la pistola en mi regazo, debajo del camisón. Mi marido me pregunta que qué hago a estas horas levantada y yo le digo que no tengo sueño. Entonces empieza con su sermón de siempre. Ese mismo sermón es el culpable de que yo tenga una pistola apuntándole por debajo de la mesa. Cuando me canso de oírlo, lo apunto directamente a la cara. Él me suplica algo que yo no oigo porque tengo mil enjambres zumbando en mis oídos. Cierro los ojos, disparo y cae al suelo. Siento una paz descomunal. Espero no haber despertado a mi hijo. Dejo la pistola en la mesa y voy a ver si duerme. Duerme como un angelito y le acaricio su pelo. Luego salgo de su habitación y voy a la cocina a por un vaso de agua.
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