Ahora os voy a explicar una historia que no os vais a creer pero os juro que lo que os voy a explicar ahora mismo ha sucedido de verdad. Y digo que no me vais a creer porque ni yo mismo me lo he creído, no sé qué pensar. No se lo he contado a nadie, sois los primeros en saber esta historia. No quiero asustaros pero creo que lo que voy a contar le puede pasar a mucha gente. Quizá le está pasando a mucha gente pero no se atreve a contarlo porque es tan extraño que creen que no les harán ni puto caso. En fin, creedme o no, estáis en vuestro derecho.
El otro día me desperté a las tres y media de la mañana y estuve una media hora tumbado sin poder dormirme otra vez. Decidí levantarme. Fui al lavabo, me mojé la nuca y la frente. Al salir del lavabo tenía sed y fui a la cocina a por un vaso de agua. Entro, enciendo la luz y allí me encuentro con un hombre sentado a la mesa de la cocina. Trago saliva, no sé qué decir. Empiezo a respirar hondo y tengo ganas de vomitar. El hombre me mira serio pero tranquilo. Tendrá unos ochenta años. Su pelo es totalmente cano y peinado hacia atrás. Tiene los ojos pequeños y tristes. Va vestido con un traje elegante pero que le viene bastante grande, rozando el ridículo. No se mueve. Tiene las manos sobre la mesa, entrecruzadas, en un gesto que resume la tranquilidad del que ya lo ha hecho todo y bien. Me tranquilizo un poco aunque ahora pienso si esto es un sueño. Me dice hola. Yo consigo hacerle un saludo con la cabeza. Le pregunto que qué hace aquí, que cómo ha entrado y me dice que por la puerta. Miro de reojo la puerta y observo que está cerrada con llave. Le digo que eso no puede ser y él me responde que sí. Me dice que cada noche viene aquí y se sienta un rato, lo que pasa es que yo no había venido nunca antes a esa hora y por eso no lo había visto. Le repito que eso no puede ser. Le pregunto que dónde vive y él me responde aquí y allí. Le digo que tiene que irse, que no puede estar aquí y me pregunta que por qué no. Yo no sé qué contestarle. Sus ojos siguen tristes, sus manos entrecruzadas. Me dice que estas cosas pasan sin cesar, que no hay nada que hacer. No sé qué decirle y asiento con la cabeza como si ahora lo viera todo claro. Luego me dice que de todas formas sólo se estará unos quince minutos más, que siempre se va a esa hora. Miro a mi alrededor para confirmar la normalidad de todo. Son las cuatro de la mañana. Oigo la sangre por mis venas y me imagino que es arena. Pasamos un rato en silencio. El hombre me dice que se tiene que ir. Yo le digo muy bien. Se levanta y se dirige a la puerta. Antes de irse le pregunto si mañana vendrá también. Me dice que sí y me vuelve a repetir que viene cada noche. Me despido de él mientras baja las escaleras a la calle. Siento una pena descomunal al verlo marchar. No hay nada que hacer. Bebo agua y me acuesto. Las sábanas están suaves. Me duermo enseguida.
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