Cuando empecé en este diario deportivo, la vida me sonreía. A día de hoy, todo es muy diferente.
La responsabilidad del nuevo trabajo como redactor de crónicas de partidos era muy importante. Cada domingo, después del último partido de liga, el del Plus, redactaba la crónica de una manera tan perfeccionista que, al principio, incluso me llamaban la atención. Ei noi! No te mates, si esto al final no se lo lee nadie. La gente sólo lee los titulares, cony, así de triste como te lo digo. Las palabras de mis compañeros aún resuenan en mi cabeza como un eco atronador. Yo sonreía pero no les hacía caso, no podía hacerles caso, mi vida eran esas crónicas y estaba orgulloso de mi trabajo. Cada lunes por la noche, mi mujer leía atentamente mi crónica y yo esperaba su veredicto como un niño espera a los reyes magos cuando sabe que se ha portado bien. Cada lunes después de cenar seguíamos el mismo ritual. A mi mujer siempre le gustó mi forma de escribir aunque a veces no entendiera términos como “rabona”, “fuera de juego” o “croqueta”.
Mi agilidad para escribir las crónicas aumentaba jornada tras jornada y mi mujer seguía siendo mi principal animadora. Mis padres eran muy mayores y apenas tenían vista para leer el diario pero se alegraban mucho de mi éxito como redactor.
Entonces nació nuestro hijo. Su nacimiento coincidió con los meses de verano, sin liga, así que pude dedicarme a estar con él y con mi mujer a tiempo completo.
Mi puesto en la redacción era cada día más respetado. Pasé a tener a varias personas a mi mando y mi sueldo aumentó considerablemente. Pero, ¿por qué ese respeto hacia mí? ¿Era por mi manera de escribir las crónicas? ¿O simplemente era porque ya llevaba cinco años en el puesto? ¿O quizá era porque siempre hay que tener a alguien a quien respetar y ahora era mi turno? A veces me asaltaban muchas preguntas de este tipo y me cuestionaba continuamente el valor de lo que estaba haciendo. Eran temporadas de desánimo que muchas veces coincidían con la mala marcha de mi equipo. Así que tampoco le di mucha importancia.
Pasaron los años y mi trabajo se fue haciendo cada vez más monótono. Cada día tenía más ganas de irme antes a casa y estar más tiempo con mi hijo y con mi mujer, que ya no tenía tiempo ni ganas de leer mis crónicas.
Un día me quedé dormido durante el partido, un partido aburridísimo que acabaría en un empate a cero. Cuando me desperté eran las tres de la madrugada. Me despertó el móvil. Era mi jefe que me preguntaba qué había pasado con la crónica de hoy, que no había llegado. Salí del paso diciéndole que ya se la había enviado hace unas horas, que habría habido algún problema con la conexión y que ahora mismo se la volvía a enviar. Cuando colgué, aún con las manos sudadas y temblorosas, un ataque de angustia invadió mi pecho. No podía escribir una crónica en cinco minutos y tampoco podía decir que me había dormido durante el partido. Sólo tenía una solución. Me jugaba el puesto pero era la única carta válida. Busqué en mis archivos de la temporada anterior el mismo partido, casualmente el resultado fue el mismo, y envié la crónica sin pensármelo dos veces. Mientras apretaba el botón “enviar” una colmena de abejas entraba en mis oídos.
Esa noche no pude dormir y no paré de dar vueltas en la cama. Me levanté al menos cien veces para beber agua, para mirar a mi hijo dormir en la cuna, para mirar por la ventana y no ver a nadie.
Al día siguiente evité por todos los medios cruzarme con mi jefe pero a la hora del desayuno una mano se apoyó en mi hombro. Ya recibí lo tuyo, todo solucionado, bueno, ya lo habrás visto. Debió ser lo que dijiste, un fallo de conexión o vete a saber qué.
En ese momento no sé por quién me sentí más triste, si por mi jefe o por mí. Quizá un poco por los dos, quizá porque a él un día también le había pasado lo mismo, quizá porque en ese momento me empecé a dar cuenta de la importancia de las cosas.
A partir de ese día cada domingo introducía alguna palabra que no tenía nada que ver con el partido, ni siquiera con el deporte. Mis crónicas deportivas ya ni se podían llamar así pero, por lo que veía, a nadie le importaba. Palabras y expresiones como hijo de puta, ladrón de mierda, chúpame la polla cabronazo, tu puta madre o a tu mujer me la estoy follando mientras tú juegas esta mierda de fútbol, eran lo más normal en mis crónicas. Insultaba a los árbitros, a los jugadores, a los negros les llamaba monos, a los brasileños vividores cuentistas, a los presidentes ladrones,...Y nadie decía nada. Yo seguía cobrando mi buen sueldo a final de mes por escribir una serie de barbaridades que a veces me asustaban a mí mismo cuando releía en secreto mi crónica.
Si hubiese trabajado en un diario regional, aún lo entendería. Pero no, trabajaba en el diario deportivo más importante de la ciudad, con anuncios en prensa, tv, radio, paneles publicitarios,...Y a nadie le importaba. Ei noi! No te mates, si esto al final no se lo lee nadie, si esto al final no se lo lee nadie, siestoalfinalnoseloleenadie,...No paraba de recordar aquellas primeras palabras que oí cuando empezaba, hace ya diez años. Y qué razón tenía aquel pringado, por cierto, qué será de él. A quién le importa.
Pero llegó un día en el que se acabó todo. Era sábado y yo había salido para hacer unas compras. En casa, mi mujer terminaba de hacer las maletas para irnos esa Semana Santa a nuestro apartamento. Mi hijo trotaba jugando por el pasillo hasta que mi mujer lo hizo sentarse. Coge un diario y lee, y así estás quietecito. Mi hijo se sentó en el sofá y cogió un diario del revistero. Empezó a leer en voz alta, como todo lo que hacía a sus seis años. A mi mujer se le helaron los dedos primero, luego los pies, más tarde la cara. Una arcada le provocó un vómito que empapó la ropa que estaba doblando. Se acercó al niño como si estuviera hablando un idioma desconocido. ¿Qué es esto?, ¿de dónde has sacado esto?, ¿quién te lo ha dado?, por Dios, ¿¡qué es esto!? ¡Por Dios! Mi mujer le arrebató el diario a mi hijo y lo abrazó llorando mientras él le decía “es un diario del papa, siempre los leo cuando no estás”. Mi mujer continuó llorando y vomitando en el sofá. Mi hijo se levantó, encendió la tele y se sentó en el otro sofá. Ajeno a todo esto, yo le llenaba el depósito de gasolina al coche y comprobaba la presión de las ruedas. Después, le compré una bolsa de M&M’s a mi mujer y ojeé las portadas de los diarios.
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